El aparatoso modo en que se ha llevado a cabo la frustrada dimisión de Pedro Sánchez ha generado en parte de la opinión pública dos sensaciones igualmente insuficientes. Una da por hecho que su motivación fue estrictamente personal, obviando que hay un cálculo muy claro. Otra es la que supone que todo esto no ha sido más que un montaje, incapaz de ver que la situación pinta cruda para los socialistas, por mucho que el Pedro Sánchez se esfuerce en tocar a rebato para movilizar a los suyos. Cierto, el PSOE gobierna en La Moncloa, pero con un apoyo directo ciudadano en mínimos históricos, lo que le hace rehén de minorías que agravan aún más su descrédito. Nunca tuvo el partido menos poder territorial que ahora. Y aunque las elecciones catalanas puedan maquillar el panorama, los estrategas de Ferraz saben bien que los pronósticos globales se aproximan mucho más a lo que se vio en Galicia.

Pactar con todo lo que no sea el PP con tal de alcanzar el poder, ha sido una decisión profundamente arriesgada que, primero, fracturó al partido, y después generó una aguda polarización en la sociedad española. No hay una escapatoria clara para el PSOE, al que, después de esta etapa, le espera una difícil renovación más pronto que tarde. Los últimos movimientos de su secretario general han servido para poner esta cuestión encima de la mesa. Tiene toda la razón Pedro Sánchez en que la política española necesita racionalidad y sosiego. Solo le falta añadir que la racionalidad y el sosiego se perdieron cuando él decidió dejar el gobierno en manos de minorías radicales.