IRINA GALERA
GANADORA DE LA X EDICIÓN
Un disparo. Un solo disparo podría cambiar el destino del mundo. Podría salvar vidas, aunque otras se perderían por librar a la sociedad de aquel tirano. Un dictador que había heredado el trono para perpetuar un régimen de represiones y purgas.
El agente de la inteligencia secreta británica esperaba el momento agazapado entre la maleza. Abdull iba a detenerse justo donde apuntaba la mirilla de su arma. Se preguntó si merecería la pena apretar el gatillo, si sería capaz de disparar. No era su primer asesinato o, como él solía llamarlo, su primer acto de «limpieza». Pero si cada vez que tenía que verse en semejante tesitura le asaltaban las dudas, qué no sentiría ante la comisión de un magnicidio.
«Mis padres no me educaron para ser un verdugo», se dijo a modo de reproche.
Aun así, también creía que quitar de en medio a malhechores como aquel le convertía en un héroe. Pero, ¿debía tomarse la justicia por su mano? ¿Y por la mano de su gobierno? Contaba con que en la guerra no existen las reglas. De todos modos, poco podía hacer en aquel momento. Había elegido aquel modo de vida y le debía lealtad a la causa. Abandonar podría salirle caro. Los secretos que encerraba debajo de su chaleco antibalas eran secretos de Estado. Si renunciaba, si desertaba, perdería la protección de los suyos.
Un coche apareció en el patio del palacio situado frente a él, que se encontraba sobre una colina desde donde oteaba a su presa. Bajo la pomposa y recargada fachada del edificio, había paredes de hormigón antibombas. Más que un palacio, era un bunker, una base militar camuflada para aquel príncipe árabe.
El automóvil se detuvo en la puerta del palacio.
Ajustó la mirilla para ver de manera más nítida a Abdull II, que recorrió la distancia que le separaba de su refugio para entrar en el coche blindado. Apenas faltaban dos metros para que el tirano entrara en el coche blindado. Sin embargo, no llegó a entrar.
Los guardaespaldas empezaron a moverse con nerviosismo. Llamaban al médico de la corte, a las ambulancias, al helicóptero oficial, al hospital… Pero aquellos esfuerzos fueron vanos.
Peter bajó el arma y miró el fruto de su puntería. Tenía ante sí el desconcierto que puede generar una sola bala. Aquel hombre tendido en el patio había gobernado como un déspota. Al fin su reinado de terror había acabado.
Peter conocía los planes: al día siguiente el partido de la oposición se haría con el poder, con el respaldo del gobierno británico.
Se levantó, se sacudió el polvo del pantalón de camuflaje y recogió sus herramientas. Después bajó una cuesta, hasta la moto que tenía escondida. Se subió en ella y arrancó. Pero cuando estaba a punto de irse, se palpó la sien llena de sangre y se derrumbó.
En una de las ventanas del palacio un guardia sonreía mientras le ponía el seguro al rifle.