Beatriz Silva
Ganadora de la XII edición
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Adrián. No me gusta mi nombre, y menos ahora que lo oigo en las burlas de Gabriel y en las risas de mis compañeros provocadas por dichas gracias. Me gustaría ser capaz de parar el tiempo o de romper el despertador… Cualquiera de las dos opciones es buena, pero como cada mañana a las ocho en punto, es mi deber cargar con la mochila a rebosar de inseguridades y calzarme los zapatos de la marca angustia.
Gabriel es el chico más alto de clase. Su sola presencia me intimida. Corren rumores de que a su padre lo encarcelaron por agredir a su mujer cuando él solo tenía cinco años. Es un tanto agresivo. Cuando clava sus ojos verdes en mí, me entran sudores y tengo el impulso de echar a correr. Pienso que mi vida sería más sencilla sin su existencia. Él reclama mi puntualidad antes de clase para acarrearle la mochila y me exige la copia de mis deberes. Luego yo le doy mi almuerzo a cambio de que no me moleste a la hora de la comida. Es un buen trato, o eso creo.
En el aula me corresponde el pupitre de la esquina, con el que me he ido familiarizando. No suelo llamar la atención, pero cualquier gesto o pequeño movimiento que haga Gabriel lo utiliza en mi contra. Ya no puedo hacer más que pasarme la hora entera de la lección cabizbajo, con la cara hundida entre los codos para, en cuanto suena la campana, salir corriendo al baño hasta el inicio de la siguiente clase.
Hoy Gabriel me ha arrojado el bocadillo del almuerzo a mis pies y me ha escupido. No le gusta el chorizo. Acto seguido me ha comenzado a soltar tal cantidad de insultos, que mis oídos se cansaban de escucharlo. Poco a poco la gente iba agolpándose a nuestro alrededor, comentando la escena y caldeando el ambiente. En estos casos me encantaría contar con un amigo de verdad que saliera en mi defensa, pero Gabriel se encargó de quitarme los pocos que tenía.
Ahora mismo estoy haciendo oídos sordos a sus insultos, aunque veo a pocos centímetros de mí su cara roja de rabia y la vena hinchada de su frente mientras farfulla y grita como un poseso. La escena me resulta graciosa y, sin poder evitarlo, una pequeña sonrisa nace en la comisura de mis labios. Mi visión de la cara de Gabriel queda sustituida por un puño que, segundos después, impacta sobre mi rostro. Otro bofetón resuena en mi mejilla. Noto el sabor de la sangre y la furia se acrecienta en mi interior. Ahora la gente calla. A mis compañeros se les podría confundir con estatuas pálidas en medio del patio. Para mi desgracia, Gabriel continúa utilizando mi cara como si de un saco de boxeo se tratara. Un profesor que descubre la escena acude corriendo a separar a Gabriel de mí, mientras este sigue lanzando pullas y puñetazos al aire.
«No pasa nada, estoy bien», le miento al director cuando me pregunta si quiero poner una denuncia o colaborar en la redacción de una incidencia sobre Gabriel. «En serio, no es necesario. Ya me voy», vuelvo a mentirle. Si Gabriel se enterara, estoy seguro de que me mataría, literalmente, y además no tengo ganas de un nuevo enfrentamiento. Estoy agotado.
Si supierais cuántas veces he pensado en quitarme la vida… acabar con todos mis problemas, acallar las voces, olvidarme de Gabriel, de sus ofensas, librarme de todo su desprecio, grosería, dureza, agresividad, violencia… Pero tengo demasiado miedo. Un terror calado en mí, agarrado a mis huesos e incrustado en cada fibra de mi ser. Quiero desprenderme de él, de la sensación de sentirme impotente, de los temblores y del sudor de manos, de las lágrimas… Simplemente no puedo, y me detesto por ello.
Acabo la noche acurrucado en la cama y contando los minutos que faltan para el amanecer. Me gustaría ser capaz de parar el tiempo o de romper el despertador. Cualquiera de las dos opciones suena tan bien…
***
Gabriel. Últimamente oigo demasiado mi nombre retumbando por los pasillos de casa. No quiero salir de mi cuarto, ni mucho menos enfrentarme a la cara avinagrada de mi padre y a sus constantes insultos, pero si hay algo que deteste más que ir al colegio es quedarme a solas con él. Así que cruzo rápidamente la distancia que separa mi habitación de la puerta principal, resuelto a marcharme. Pienso que lo he conseguido y me dispongo a cerrarla cuando… «¡Gabriel!». Es su voz ronca y cansada. Me llama desde la cocina. Temerosamente asomo la cabeza. Se encuentra inclinado sobre la mesa, con el pelo desaliñado y unas cuantas latas de cerveza vacías y esparcidas sobre un montón de papeles.
—Gabriel, ¿acaso te pensabas ir a la escuela sin desayunar? Inútil… Haz el favor de no hacer ninguna estupidez. Quiero ver ahora mismo cómo te bebes un vaso de leche… ¡Y tráeme una cerveza!
Con manos temblorosas saco la leche y la cerveza de la nevera y cojo un vaso. De camino a la mesa tropiezo con una lata vacía y el vaso se me desliza por las manos, rompiéndose con estrépito contra el suelo. El ruido parece despertar a mi padre de su estado de sopor. Se incorpora rápidamente. Acto seguido, un pie impacta en mis costillas y un dolor agudo comienza a extenderse por mi cuerpo. Retrocedo rápidamente y le veo acercarse amenazante. Su cara encarnada parece exhalar humo. Pienso que se podría encender una hoguera en su frente.
No soy capaz de mirarlo a los ojos; me quedaría paralizado. De momento prefiero acurrucarme contra la pared y apartar la vista mientras él continua gritándome y pegándome.
—¡Maldito inútil y desagradecido! ¡Ojalá tu madre nunca me hubiera dejado con semejante idiota!… ¡Vete de una vez, antes de que me arrepienta!
Atemorizado, huyo de casa sin detenerme a coger de nuevo la mochila. No hay tiempo para esa trivialidad. Mi único objetivo ahora es correr lejos de casa, lejos de él mientras pienso en todas esas familias felices, como de cuento, en la suerte que tienen… Adrián, ese estúpido, no sabe lo afortunado que es por contar con unos padres como los suyos. Me da rabia.
Noto mis piernas fatigadas, pero sigo corriendo mientras la ira se acrecienta en mi interior. Por eso, cuando llego al colegio soy un huracán que arrasa con todo a su paso. Intento calmarme… sin embargo, cuando veo a Adrián en su pupitre vuelvo a pensar en sus padres y en el mío, y la cólera vuelve a prenderse dentro de mí.
Es la hora del patio y Adrián está ante de mí, asustado. Con una mano me tiende su bocadillo. «Es de chorizo, otra vez… No me lo creo». Irritado, le lanzo el bocadillo a la cara y le escupo.
—Lo has hecho adrede… Sabes que me da asco el chorizo.
Parece que el asunto le hace gracia porque suelta una risita. Ese gesto me envuelve de indignación y la vista se me nubla de odio. En unos segundos me encuentro encima de él, golpeándole intensamente. En su cara visualizo el rostro del hombre que ha convertido mi vida en un infierno. Lo veo borracho, mirándome con los ojos hinchados y la mirada desafiante. Por un momento me siento poderoso, invencible. Me dejo llevar por el odio hasta perder el dominio de mis actos. Un profesor acude rápidamente y me separa de Adrián, me sujeta fuertemente mientras me debato en vano en el aire en un intento de escabullirme y librarme de mi opresor.
Horas después estoy tumbado sobre la cama. Unas lágrimas de furia y exasperación echan a correr por mis mejillas.
«No puedo más… no puedo más…».
Es la verdad; estoy cansado de que mi cuerpo se encoja cada vez que paso por la puerta de la cocina, cada vez que escucho su voz… Estoy cansado de la sensación de frío que me invade cuando le oigo llamarme, y del terror diario. El miedo domina mis actos, dirige mi vida. El miedo hace que encuentre placer en golpear a Adrián; lo odio, le odio, me odio…
***
En el bullyingno hay solo una víctima y un agresor. Es más que eso. Es una historia de dos que nos afecta a todos, ya seamos meras estatuas pálidas, un padre borracho y agresivo o un profesor pacifista.
Si eres espectador de los abusos, no te conviertas en piedra ni permitas que tu corazón se vuelva duro. Aplica la ley de Newton: acción y reacción. No te quedes de brazos cruzados.
Si tu papel es el de agresor, lleva siempre contigo una cinta métrica. Mide con ella las consecuencias y el tamaño de tus actos y ponte en los zapatos del otro. Tal vez no sean de la marca angustia, pero te aseguro que no te sentirás muy cómodo.
Si de la víctima te tratas… tengo un pequeño mensaje para ti. Es sencillo. Valórate, comunícate, defiéndete… No pienses en romper el despertador como la única opción para escapar de todo. Ten en cuenta, además, que tu piel no es un papel. No la cortes. Y que tu cara no es una máscara. No te escondas. Ni tu volumen, ni tu altura, ni la talla de tu ropa componen un libro. No te juzgues. Ni tu vida es una película. Por lo tanto, no la acabes.