Danse macabre - Excelencia Literaria
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Danse macabre

Marta Zamora

Ganadora de la XIV edición

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Sobre nuestro tiempo se cierne una larga sombra: el tupido velo que separa esta vida de la otra. Pero la Muerte no es una cualquiera, no señor…. Lleva desde el principio deambulando por ahí, y está tremendamente cansada.

La Muerte (o La Parca, según la apodan algunos) ya no camina; se arrastra por las ciudades. Murmura para sí, muy piano, para no desvelar su posición a ningún mortal.

―¡Estoy para morirme! —dice una señora en su casa, repantingada en el sofá tras haber cargado unas pesadas cajas hasta el segundo piso y haber vuelto a bajar.

Y entonces Muerte suspira porque ya no se la respeta, ni siquiera se la tiene en cuenta. Pero sigue vistiéndose de gala y anda. Lento al principio, rápido, algo más pausado y deprisa otra vez, como si de un baile se tratase. Porque a trabajar se va bien vestido, maldita sea. Y porque… ¡qué son miles de años si no le permitimos que menee el esqueleto aunque sea un poco! Así que baila. ¡Cómo que si baila!… Disfruta revoloteando alrededor de las cabezas de los humanos, a los que asusta de vez en cuando porque no soporta que la olviden.

Es el suyo un trabajo triste para el que hay que tener estómago, corazón de hielo, dirían muchos hombres que le echan la culpa por andar rondándoles. Entonces Muerte se enfada, porque cuando los humanos se rondan entre sí no suelen poner tantos problemas como cuando ella se les acerca.

Lo que no sabe nadie es que a veces se disfraza y hace ver que es una más. Ignorantes, creemos que es un burdo esqueleto con túnica, pero qué lejos estamos de la verdad. Ella es una bailarina nata que se mueve entre tiempo y espacio, que realiza los más complicados pasos entre nosotros y apenas la prestamos atención. Se quita su manto invisible y nos abraza, hasta que la vemos. Pero no podemos hablarle a nadie de sus facciones porque entonces el silencio se apodera de nuestro cuerpo.

La Muerte sigue unas estrictas normas que incluyen, por supuesto, no mezclarse en asuntos mortales. Pero las normas se hicieron para romperse. Veamos cómo logró un asidero de carne y hueso para visitarnos en persona.

Puede que fueras tú quien la viera entrar los viernes en un local parisino hace unos años. Era una mujer de cabello corto, negro, de tez pálida, nariz puntiaguda, labios rojos y mirada amable. Cualquiera que se hubiera fijado hubiera visto que de adorno llevaba unas lunas por pendientes. Tenía algo que atraía, como si fuera un enorme cuerpo celeste de cuyo magnetismo quedaban todos prendados. Por entonces no fue Muerte, Parca ni otros. En ese momento fue Thana.

Mon dieu! ¡Qué bien baila esa mujer! —comentaron en la barra.

―Se llama Thana… O eso me han dicho. Yo creo que es una bailarina profesional.

Pasaba de mano en mano, se movía a todos los sones, se hacía una con la música. Por unos breves minutos sabían de su existencia, hablaban de ella.

―¿Dónde aprendiste a bailar así, che? Vos llevás años de experiencia —le preguntó un joven en una ocasión.

Nunca nadie se había atrevido a dirigirse directamente a la Muerte. Sus ojos se clavaron en él fijamente, pero este no pareció querer callar. Aun así, Thana prefirió no establecer contacto con un humano, por lo que pudiera pasar.

―No hablás, ¿eh?… Qué le vamos a hacer… Una pena, porque sos lo más interesante que ha pasado por aquí en mucho tiempo —dijo sonriendo—. Me llamo Zoí.

Ella cayó. Mucho se decía de su corazón de hielo, pero poco le quedaba de eso. Fueron unos cuantos bailes, unas muchas palabras y el hielo se hizo agua, y sus labios ya no estaban tan sellados.

―¿Querés que te enseñe París o llevás mucho tiempo acá? —se aventuró a preguntar su compañero de baile.

Se hicieron inseparables. Cada viernes la Muerte danzaba en el mismo sitio con la misma persona. Hasta que ambos convirtieron la ciudad francesa en el escenario de su romance. No hubo club, terraza ni parque que no llenaran de música y vida.

Pero la Parca no tiene como trabajo llevar vida al mundo. Ella tiene que arrebatarla. No puede bailar con nadie, sino que debe hacer partícipe de sus movimientos a toda la humanidad. Por eso, le hubiera estallado el corazón de dolor en el caso de que lo hubiera tenido.

 

La Muerte se llevó a Thana consigo, aunque continuó siguiendo a aquel hombre a diario, cargando con el peso de un único tiempo: el que le quedaba para reencontrarse con su amor.