José María Hernández-Villalobos
Ganador de Excelencia Literaria XIV edición
—Tiene luz verde.
La velocidad constante del segundero no le dejaba pensar; a veces no solo basta con tomar una decisión. Pero independientemente de lo que pensara, la luz seguía parpadeando, observándole como un depredador a su presa.
La voz, grave y profunda, volvió a retumbar por la sala:
—¿No me ha oído?
—Sí. Es que…
Se quedó sin voz. No podía hablar bajo la presión de mil palabras agolpadas en su garganta:
«¿Y si no es lo correcto?… ¿Puedo hacer algo para evitarlo?… ¿Y si no sirviera de nada que me negase a hacerlo?…».
Comprendió, entonces, que su conciencia había ido bajando de volumen durante los últimos años. En ese momento oírla le resultaba casi imposible.
—¿Hay algún motivo para esta espera tan absurda? —volvió a tronar la voz.
—Lo siento, señor —se volvió para enfrentarse a su mando. Tenía la camisa empapada en sudor, las manos temblorosas y los ojos centelleantes—, pero no puedo hacerlo.
En cuando terminó su disculpa, un estruendo retumbó en la habitación. El cadáver del soldado cayó con estrépito de la silla al suelo. Sobre el panel de control había dejado una salpicadura roja. Tras unos instantes de silencio, el oficial se guardó el arma. Se dirigió al monitor, pulsó el botón sin concederse ningún preámbulo. Inmediatamente el gas envolvió a los judíos que esperaban en la cámara.
La luz verde se apagó.