Medias desgarradas - Excelencia Literaria
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Medias desgarradas

María Lucini

Ganadora de la XIII edición

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Blusa coral anudada bajo el pecho, pintalabios a juego, falda larga y negra con una abertura lateral —insinuante, pues deja espacio a la imaginación—, medias a juego, un poco de rímel, algo de sombra de ojos y el pelo suelto.

Olga se miró al espejo y le gustó lo que vio; estaba preparada para salir.

Blusa coral desanudada, pintalabios corrido. Falda descolocada. Medias desgarradas. Rímel mezclado con lágrimas. Pelo despeinado…

Olga se miró al espejo y sintió odio hacia sí misma.

—Pablo… Pablo… ¡Para!… —le había susurrado—. ¿No te das cuenta de que estamos en la vía pública?…

Unas manos desanudaban su blusa. Las mismas manos buscaron debajo de su falda. Las mismas manos desgarraron sus medias.

—Te lo digo en serio; no es el momento.

La respiración del chico era agitada

—Pablo… —volvió a decirle.

—Shhh… —él la silenció, poniéndole el dedo índice sobre los labios—. No nos verán; no te preocupes.

Buscó sus labios y Olga le apartó la cara. Pablo no se dio por vencido y comenzó a darle besos en el cuello.

—Me encantas… —le dijo al oído—. Mira cómo me pones.

Olga no reconocía en él al chico dulce y atento con el que había estado quedando las últimas semanas. ¿Qué hacía contra un portal, con aquellas manos toqueteándole el cuerpo?

—No —le dijo con determinación, rechazándole.

Era otra forma de decirle que se apartara, ya que las palabras no valían. Pero entonces Pablo la inmovilizó, colocándole las manos detrás de la espalda.

Y la chica sintió miedo.

Cuando emitió un gemido de dolor, Pablo ahogó el grito tapándole bruscamente la boca.

—¿Ves cómo a ti también te gusta?

Las lágrimas caían por el rostro de Olga.

Pablo le apretaba el cuello, la ahogaba.

Ella sintió una ola de rabia. Logró soltarse y empujó al muchacho con todas sus fuerzas. Pablo la miró, al principio sorprendido. Enseguida leyó en los ojos de Olga lo que acababa de hacer. Estaba a punto de balbucear una disculpa, pero ella no le dejó.

—Estoy cansada. Voy a coger un taxi. ¿Nos vemos mañana? —le preguntó con una sonrisa mientras se secaba las lágrimas con disimulo.

Pablo se tranquilizó. No había sido para tanto; ella estaba bien al fin y al cabo.

—Claro, cielo. Te acompaño —la tomó de la mano.

«Mantén la compostura. Finge que no ha pasado nada. No llores. No sabes cómo va a reaccionar si le dices que no lo quieres volver a ver. No le apartes la mano aunque te dé asco. Por favor, no llores…».

Se despidió de él con un beso y, una vez dentro del vehículo, lo siguió con la mirada, sonriéndole hasta que desapareció de su vista. Entonces cogió el teléfono móvil y bloqueó su número.

Y lloró.

Y se odió.

Durante mucho tiempo la maldita escena le vino una vez y otra a la cabeza. Crecía su dolor por no haberle dicho «no» con mayor contundencia, por no haber gritado más fuerte, por haberse puesto esa falda…

Tiempo después se arrepintió de haberse culpado a sí misma.