El cortejo - Excelencia Literaria
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El cortejo

Alejandro Caicedo

Ganador de la XII edición

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El ruido que generó mi traspaso, se hizo ensordecedor pocos días después que el club anunciara mi nuevo estatus de jugador transferible. La afición a la que antes representaba y me transmitía su orgullo, ahora rastreaba la ciudad en busca de unaoportunidad para reprocharme una actitud que hasta José́ María Garcíatachó de pesetera. Yo comprendí aquel rencor; antes de ser delantero soy un aficionado, como ellos, y conozco la pequeña distancia que en el fútbol existe entre adorar y sentirse traicionado. El dinero, llegados a este punto, era lo de menos. Dos años antes firmé un contrato muy ventajoso que no me habría podido imaginar cinco años atrás, cuando jugaba en Tercera y el padre de Matías, dueño de aquel equipo de provincia, pasaba a recogerme a las seis de la mañana los días de partido.

 

–Tú lo que tienes que hacer es correr entre los dos centrales, aprovechando que están pensando en la novia – me decía–. A propósito, no les digas a los demás que te recojo, porque van a querer venir y esto no es un autobús.

 

Cuando recibí la prima por el Zarra de la 76/77, negocié con mi amigo Matías la compra de las tierras de su padre, ya fallecido.Le paguépor encima del precio de mercado una finca de cien hectáreas -de las cuales noventa y seis eran de uso agrícola- que rodeaban el pueblo levantino en el que crecí. Aunque la finca no era gran cosa, ofrecí a la familia que la cuidaba mudarse a la casa grande a condición de que cuidaran cuidar con todo detalle aquella explotación de naranjos, que era mi gran capricho. Hasta que no marqué veintisiete goles en primera división, no probé aquellas esas naranjas, de las que me atiborraba ilícitamente de niño, sin ningún cargo de conciencia.

 

Como he dicho, el dinero no era lo que me rondaba por la cabeza al pedir el traspaso. Intenté en vano, aprovechando dos ruedas de prensa, convencer a la hinchada de que esa ciudad ya era para siempre mi casa. Y que, igual que hice con mi primera casa, tenía que dejarla. Pensé que nadie me había tomado en serio hasta que un día, conduciendo por la Ronda de Dalt, la emisora de mi Alfa Romeo me dio una sorpresa:

 

…Esta no puede ser para otra persona… La canción que viene a continuación se la dedicó, a título de presentador y discjockeyde este humilde programa, al nueve que tanto nos dio y ahora nos quita, importador de la beatlemaniay, por lo que hemos podido ver (y en eso incluyo a los de Madrid y Bilbao), un buen tipo… Vuelva pronto, como promete nuestro llorado Nino…

 

Cuando empezó a sonar la balada de Nino Bravo, un calor de bienestar se apoderó de mi cuerpo.

 

Si antes de tomar el vuelo a Milán, prometí volver, una vez en la ciudad italiana dejé de pensar en Barcelona. Mi agente, un vasco rudo y sincero de apellido Leguineche, había preparado cuidadosamente una batalla entre los dos grandes clubs de la ciudad que, tarde o temprano, debía convertirse en una puja.

 

–Mira niño, a estos italianosno les he conocido fondo: comen, beben y ofrecen primas. Si uno me ofrecía una prima por contrato de medio millón de liras, al día siguiente el otro me tentaba con millón y medio. ¿Te das cuenta?… Estoy seguro de que podemos llevarnos seis o siete de prima fija y otros diez por goles y títulos, aparte, claro está, del sueldo, que no bajará en ningún caso de siete millones. Y así durante cuatro temporadas… ¿Cómo lo ves? Ahora ya, es una decisión tuya decidir con quién quieres firmar.

 

Al tiempo que comía los rigatonicon ostras que se había pedido, me informó del siguiente paso a seguir: concertaría una reunión con cada uno de los dos propietarios. Me explicó la propuesta de cada uno de ellos en esa fase que él llamaba “el cortejo”. El primero quería llevarme a cazar porque había leído en una de esas fastidiosas entrevistas en el¡Hola!que de chaval pasaba los domingos cazando liebres; el segundo quería llevarme a una de esas fiestas a las que van personajes famosos. Yo me quedéun rato distraído, contemplando la habilidad de Leguineche para succionar el pastoso contenido de las otras. Era tal su ímpetu que parecía no haber comido en la última semana.

 

–Un día de estos reviento y me voy a tomar por saco –dijo, mojando en pan la salsa.

 

–Hasta que no cobres tu comisión, no serías capaz de morirte.

 

A las siete de la mañana un chófer uniformado vino a recogerme para llevarme a la cacería. Cuando bajaba las escaleras del hotel, mientras me abrochaba el chaleco de cazador que Leguineche me había comprado de prisa y corriendo, pensé en lo poco que me gustaba cazar en mi infancia, así como en las pocas distracciones que había en mi pueblo hasta que empecé a patear balones. Al menos Matías se portaba al dejarnos una escopeta a cada uno de los cuatro compadres, con las que matábamos el tiempo y, con suerte, alguna liebre.

 

El coche atravesó la ciudad y se adentró en un paisaje de colores verdes que se me antojó un campo de fútbol muy grande, demasiado grande para veintidós jugadores. Así vi una nueva realidad, antes insospechada.

 

El presidente del club me recibió calurosamente con un abrazo. Batimos aquella campiña durante dos horas, quizás un poco más. Él abatió cuatro piezas y yo nueve. Le ofrecí mi caza, en recuerdo a mi madre, que opinaba que aquello era un gesto de buen gusto hacia el señor de la finca. También porque no conocíala política del Hotel Principe di Savoiacon los animales muertos. Lo agradeció y fue entonces cuando me dijo que su club era como una gran familia que, en víspera de las vacaciones estivales tenía por costumbre ganar la Copa de Europa. Me explicó que entre todos me arroparían para convertirme en el Capocannonieredurante toda mi estancia en Italia. Después me ofreció, con palabras paternales, una serie de incentivos económicos que mi bola de cristal vasca ya me había adelantado. Sonreí, le di la manoy le prometí una pronta respuesta.

 

Por la noche, otro chófer que podía haber sido el mismo de la mañana (por su forma de moverse y conducir), me recogió para llevarme a la fiesta que daba mi segundo pretendiente. Llegamos al centro y nos detuvimos ante un edificio neoclásico del centro. A través de las ventanas rectangulares vi gente muy elegante y sentí curiosidad por lo que iba a encontrarme. El anfitrión estaba en la puerta, vestido con un traje blanco y unos zapatos de charol azules. Cuando bajé del coche se presentó efusivamente. Su cara era tersa pero a la vez gastada por una sonrisa perpetua.

 

Pasamos por nueve salones a rebosar de invitados, que nos saludaban con un apretón de manos y recordaban al presidente un asunto o un inconveniente que él les había prometido resolver. Subimos cuatro pisos y en cada uno de ellos un camarero me cambió de copa, hasta que alcanzamos el rincón más lejano del ático. La cúpula de la catedral estaba a menos de cien metros. Sus formas se confundían con las de la noche, pero la mera intuición de su presencia me provocó un cosquilleo en la barriga. Era una de las más importantes catedrales de Europa, aunque yo de eso no sé nada. Me di cuenta de que mi anfitrión pertenecía a la segunda generación de su familia al cargo del club, por las formas y el contraste con el presidente que se había ofrecido a ser mi padre con una escopeta en la mano.

 

–Es una noche maravillosa para desperdiciarla hablando de dinero –me soltó, acodado en la barandilla del edifico–. Además, estoy seguro de que sabes que las condiciones que te ofrecieron esta mañana serán mejoradas si decides quedarte con nosotros. Yo pienso como un calciatore; esa es la ventaja con la que parto. Sé que es importante tener una casa bonita, una bella macchina, a mamá contenta y cuatro perros. Pero también seguir siendo relevante. El Calcio ya no es lo que era, eso lo sabe todo el mundo.

 

Entonces me ofreció algo que ni una rata de traspasos como Leguineche habría podido predecir. Me desconcerté y comencé a sentir una incomodidad estimulante. A cambio de la segunda Copa de Europa de la historia del club, me ofrecía un papel protagonista en uno de esosWesternsque se ruedan en Cinecittà. Hacía mucho que anhelaba hacer otra cosa distinta a meter goles. Lo anhelaba con tantas fuerzas que me producía ansiedad que llegaba a bloquearme. Al mirar de nuevo a la catedral, caí en que Alain Delon me había saludado en el segundo piso de aquella fiesta.

 

Veintidós goles fueron suficientes para firmar mi primer contrato con la productora del señor presidente, que por estos días vuela en una nube con una Copa de Europa en la solapa de su traje. Y aunque se dice fácil, el último de los veintidós golesme costó una cojera de nueve meses. El director dice que no hay problema. Van a modificar el guion para añadir a la historia de mi personaje un accidente o algo por el estilo. Cree que si consigo perfeccionar mi acento mexicano para las jornadas de doblaje, la cojera me convertirá en el villano más odiado desde Mercedes McCambridge, en Johnny Guitar.