Jesús Montalbán
Ganador de la XV edición
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Me pregunto cómo es posible que un libro escrito hace aproximadamente un siglo, se parezca tanto a la actualidad. Un día descubrí Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en las estanterías de la biblioteca de mi casa, y acabó convirtiéndose en mi novela preferida, pero no a causa de su belleza literaria, ni siquiera por lo bien armados que están sus personajes… La razón fue que esos personajes tienen características y comportamientos que son réplicas de nuestro tiempo.
En algunos casos es tal su paralelismo, que cualquiera podría dudar de que se editara por primera vez en un lejanísimo 1932. Aldous Huxley construyó en las páginas de Un mundo feliz, un futuro en el que la sociedad logra al fin la ansiada felicidad. Y es en esa pretendida felicidad donde se manifiesta ese paralelismo.
Por ejemplo, en la novela las relaciones íntimas entre el hombre y la mujer tienen un carácter exclusivamente lúdico, algo que no podemos negar se ha hecho costumbre en nuestra época. En consecuencia, el amor carece de profundidad y no tiene un propósito más allá del entretenimiento casual. Incluso, puede que el amor ni siquiera sea necesario.
En este distópico mundo las religiones solo se pueden encontrar en las poblaciones indígenas de las reservas naturales. Curiosamente, la creencia en que la religión es algo primitivo y superfluo se asienta poco a poco entre nosotros.
En Un mundo feliz los padres no existen porque a los niños se les gesta artificialmente, según una serie de características requeridas. Por lo tanto, las familias tampoco existen. Puede que estos detalles traigan ecos a fenómenos como los vientres de alquiler, la separación de los hijos como si se tratasen de objetos que están dentro de un inventario o a los embriones alterados genéticamente.
Huxley nos cuenta que los niños de su ficción, en su más tierna infancia, reciben todo tipo de información acerca de la sexualidad, pero una información carente de formación. No puedo evitar pensar en el proyecto “Skolae”, en nuestro propio país, donde la administración se propone educar a niños y niñas en asuntos que solo competen a sus padres.
Aldous Huxley se sorprendería al conocer cuántas cosas acertó y en cuántas —no tengo dudas— acertará. Pero, ¿qué estamos haciendo mal para que un libro de ciencia ficción que dibuja un mundo deshumanizado parezca reflejar el pensamiento que anima el presente? Más allá de la novela, la situación podría cambiar, pues la verdadera humanidad acabará apareciendo por encima de los materialismos y las sensaciones efímeras, si todos ponemos de nuestra parte para dar a entender a la persona en su dimensión social, moral, espiritual y natural. En ese futuro en el que nos respetemos a nosotros mismos, los experimentos de Un mundo feliz no tendrán cabida.