Jesús Montalbán
Ganador de la XV edición
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Mecido por el hambre y la sed, su única compañía eran los buitres, que desde las alturas auguraban su fatal destino.
El silencio que lo envolvía se vió interrumpido por un rumor a sus espaldas. Echó la vista atrás apenas sin fuerzas, y sus párpados se abrieron con espanto: a lo lejos el paso de una silueta, que se desdibuja a causa del calor, levantaba un hilo de polvo.
Un olvidado terror se adueñó de él. Sin volver a mirar hacia atrás, empezó a correr, buscando con desesperación un lugar en el que ocultarse.
Poco a poco llegaron a sus oídos los alaridos del personaje que seguía su rastro. Apenas sin aliento, ascendió una colina todo lo rápido que le permitió su cuerpo agotado. Para su sorpresa, del otro lado de la cima se erguía un monolito de arenisca deformado por la erosión, al que alguien había labrado hasta convertirlo en un edificio.
Bajó la ladera a toda prisa, sin conseguir gobernar sus piernas. Una vez alcanzó el monolito, se internó por la oscuridad de la construcción, cuyas tripas desprendían una pestilencia insoportable. Una vez alcanzó el centro, alzó la vista a la cúpula que se erigía muy por encima de su cabeza y contempló las siniestras simetrías de aquel templo pagano, adornado con patrones repetidos e inscripciones. Una voz cavernosa rompió a lanzar maldiciones en una lengua blasfema, que le provocó un terrible dolor de cabeza.
El repique de unos pasos le sacó de su ensoñación. Se volvió sobre sus talones y se vio a sí mismo en lo que pensó era un espejo. Le sobrecogió descubrirse demacrado e inexpresivo. Perdió el sentido y se derrumbó.
Abrió los ojos. Estaba en mitad de aquel desierto de colinas. Al ponerse en pie divisó en la lejanía el cuerpo de un hombre sobre el que caía un enjambre de buitres.