Nuria Torrubiano, 17 años
Ganadora de la XV edición
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El sol empezaba a colarse por las rendijas de las viejas persianas; era hora de abrir. Tras bostezar un par de veces y dar las diarias instrucciones a los dependientes, Manuel salió de la panadería y se dirigió a la esquina más oscura de la calle, en la que se entreveía un portal. Después de la noche en vela, solo podía pensar en el mullido colchón que lo esperaba al subir las escaleras. Ni siquiera atendió el dulce beso que le lanzó su mujer ni su mirada, que le reclamó una muestra de amor. Llevar en activo desde las diez de la noche bloqueaba sus sentidos y le daba ese aspecto soñoliento característico de los panaderos al llegar la mañana. En unas horas tendría que volver a preparar la masa junto al horno para cocer todo tipo de panes.
Entre los profundos ronquidos de su esposo, Diana abandonó el hogar rumbo a su oficina de telecomunicaciones. Cuando regresó, cargada de viandas para la cena, Manuel ya se encontraba detrás del escaparate al que los niños solían asomarse para contemplar las delicias de aquel obrador.
En medio de aquella rutina de desencuentros, habían pasado semanas desde la última vez que entablaron una conversación profunda.
No fue hasta mediados de noviembre que Diana tomó una decisión.
Una mañana, cuando Manuel entró en casa, notó algo distinto en el ambiente. <<¿Será el olor?>>, se preguntó. Al no hallar respuesta, siguió su camino hasta el dormitorio. Al verlo vacío, dedujo que su mujer había partido antes hacia el trabajo.
—¿Qué te ocurre hoy, Manolito? Estás pálido —su compañero Lucas lo miró extrañado, días después de aquel suceso.
—La verdad es que no estoy durmiendo bien… —se rascó la cabeza preocupado.
—¿Y qué opina Diana? Sabes mejor que yo que es una mujer sensata.
—Eso es justo lo que me preocupa… Diana se ausenta cada vez más de casa. Cuando le pregunto el porqué, acaba eludiendo mis preguntas.
—No querrás decir que se está planteando dejarte —insinuó Lucas frunciendo el ceño.
Como si le hubieran echado un cubo de agua fría, el peso de aquella posibilidad aplastó a Manuel. Salió de la panadería a la carrera, subió a su casa y empezó a buscar no sabía qué por todas partes. Eran las tres de la mañana y la cama estaba vacía. Entendió que su mujer estaba a punto de irse para siempre.
<<En mis manos está evitarlo>>, se dijo.
Esperó a que rompiera el alba para marcar un el teléfono.
—¿Dígame?
—Buenos días. Verá… quisiera matricularme en el curso de auxiliar de telecomunicaciones que ofertan en el periódico. ¿Quedan plazas?
Tras escuchar una respuesta afirmativa, Manuel dio un nuevo rumbo a su vida: redujo media jornada su labor de panadero para dedicar la otra media al estudio. Su mujer no le prestaba atención más que para darle los buenos días (o las buenas noches cuando su esposo bajaba a la panadería) lo que a Manuel le hizo más fácil poder ocultar su plan.
Cuando en el ambiente se palpaba la Navidad, Manuel decidió destapar su sorpresa. El veinticinco de diciembre, aunque había llegado a temer que ella no se presentase, su miedo se disolvió cuando la vio entrar en el restaurante en el que tradicionalmente celebraban aquel día.
Antes de saludarle, Diana le tendió un sobre. Extrañado, Manuel rasgó el papel. Tuvo que releer su contenido varias veces, hasta interiorizar su significado.
Así rezaba:
“Certificamos que la señora Diana López ha conseguido el graduado en el ciclo medio de Panadería y Pastelería”.
—Ayer, sin que lo supieras, Lucas me entregó un contrato de prácticas y lo firmé —sonrió—. Me corresponde el horario nocturno.