Belén Ternero
Ganadora de la XV edición
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«Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo» (Génesis 2, 7).
«Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Génesis 3, 19).
En la Biblia, la tierra está presente en el principio y el final del ciclo de la vida del hombre. Es una buena metáfora para entender qué somos, aunque difiero en algo: no estamos compuestos de polvo ni de barro. La vida es una masa informe y maleable que cae en nuestras manos cuando nacemos. Como no somos conscientes de lo fácil que sería estropearla, nuestros padres cuidan de esa masa de barro hasta que, poco a poco, nos dejan jugar con ella.
Ellos la colocan con delicadeza sobre el torno, ponen sus manos sobre las nuestras y nos enseñan a modelar. Quizás apliquen demasiada fuerza e impongan sus principios de manera abrupta sobre nosotros, pero ellos son conscientes.
Al crecer nos dejan jugar con el barro sin supervisión, permitiéndonos que le demos formas según nuestros gustos. Los deportistas harán formas que se asemejen a pelotas y raquetas. Los que son más de leer y escribir, modelarán libros, palabras y las criaturas reflejadas en las novelas. Otros no le darán una forma específica y se limitarán a disfrutar del tacto del barro.
Luego vendrán los profesores, que con paciencia observarán la pieza y nos ayudarán a pulirla. Limpiarán la mesa, nos enseñarán a usar las herramientas de esculpir y nos empujarán a que hagamos nuevas formas. Gracias a ellos practicaremos todo tipo de técnicas, aunque a veces nos cansemos de su constante tutela y queramos romper las reglas para darle a la arcilla una forma extravagante y diferente a todo lo que nos han enseñado. Entonces uniremos nuestras manos a las de nuestros amigos, que nos secundarán en esa pequeña rebelión. Cada uno de ellos conseguirá una figura diferente y harán marcas que perdurarán en la masa, aunque sus manos no vuelvan a pasar por ella. Ellos harán que queramos añadir nuevos detalles o agregarán por sí mismo algo que queramos reproducir. Son pequeñas aventuras y risas que quedarán grabadas en cenefas y relieves.
No será hasta muchos años después que nuestra pieza comenzará a tomar una forma definitiva: una vasija, un jarrón, un vaso o un disco. Para entonces, en buena parte, ya se habrá secado, lo que no significa que no pueda cambiar. Cada amigo siempre podrá añadir nuevas decoraciones y las manos delicadas de nuestro futuro compañero de viaje también pasearán por la escultura, imprimiendo sus huellas en ella. Por supuesto que las marcas imperfectas de nuestros hijos harán única nuestra obra.
Pasaremos los años frente al torno, cambiando el aspecto de la figura de vez en cuando. Cuando el barro se halla secado del todo, ya no estaremos ahí para apreciarlo.
Eso es la vida. Esa es nuestra esencia: una escultura preciosa.