Ana Santamaría
Ganadora de la XIII edición
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Hacía meses que Alberto escuchaba una voz en su cabeza, que le preguntaba sin descanso siempre lo mismo: <<¿Quién eres?>>. Cuando el chico empezó a oírla, pensó que se estaba volviendo loco. Por ese motivo decidió no contárselo a nadie. Con el paso de los días empezó a no poder hacer ninguna de sus actividades rutinarias sin que la misteriosa voz le robara la concentración. Poco a poco fue aceptando que aquello era real, según parecía, y se decidió a contestarle con un simple <<Soy Alberto>>. Inmediatamente y durante unos días, no escuchó nada más que el silencio que solía reinar en su relajada mente. A punto estuvo de empezar a olvidarse de aquella obsesión cuando, un día mientras leía un libro en su habitación, un sonoro <<¿Quién eres?>> volvió a asomarse a su cabeza.
Desesperado, trató de encontrar una respuesta diferente y sincera que calmara el ansia de aquellas inquietas palabras que amenazaba con romper su cordura. Probó con frases como <<Soy un niño de catorce años>>, <<Creo que soy adolescente>>, <<Soy hijo de Carmen y Sergio>> y <<Soy estudiante del colegio Montellano>>. Ninguna de ellas sirvió. Trató de ser más ingenioso y devolverle los interrogantes con frases como <<¿Quién eres tú?>>, pero no recibió respuesta.
–¡Quiero que me dejes en paz! –gritó una tarde, cuando la voz interrumpió el ejercicio de Ciencias en el que estaba inmerso.
<<Entonces, acompáñame>>.
Alberto saltó como un resorte al reconocer unas palabras distintas a las habituales.
–¿Adónde? –le inquirió, sujetándose el pecho izquierdo con la mano por si a su corazón le daba por salir corriendo.
Empezó a verlo todo borroso, como si estuviera atravesando una nube. Cerró los ojos para no marearse y, al abrirlos, comprobó con desconcierto que se hallaba en un lugar inquietante. Era una sala que no era capaz de decidir si grande o pequeña, en la que las paredes, el techo y el suelo eran de espejos. Si unos segundos antes estaba sentado en su escritorio, en aquel momento se veía a sí mismo repetido millones de veces mirara donde mirara. Con angustia, Alberto se dio cuenta de que tendría que hacer grandes esfuerzos para reconocer cuál de todas aquellas figuras infinitas era la verdadera, pues es fácil olvidar quién es uno mismo en un lugar en el que todas las imágenes son iguales. Deseó con todas sus fuerzas que la voz no le preguntara, en aquel momento, quién era.
Afortunadamente en su cabeza no había rastro de ella.
Se fijó en que habían aparecido ventanas alrededor de toda la estancia, todas cerradas y cada una acompañada por un letrero con palabras que no alcanzaba a distinguir.
Alberto se acercó –con mucha dificultad, pues tenía que esquivar su propio reflejo una y otra vez– a la ventana más cercana y leyó en el cartel: “¿Qué gano yo?”. La abrió con curiosidad y se encontró con una de sus compañeras del instituto, que lloraba sobre las páginas abiertas del libro de Física y Química. De repente apareció en la escena él mismo que, al verla tan triste, hizo ademán de acercarse para interesarse por ella. Pero pareció pensárselo mejor. Alberto –el real– pudo leer en la mente de aquel personaje que era él mismo: <<Me dirá que está agobiada con la asignatura. Sabe que se me da bien, así que me pedirá que se la explique. Pero, ¿qué gano yo con eso?>>.
A Alberto le recorrió una sensación muy desagradable al reconocerse en aquella reacción que solía ocurrirle con mucha frecuencia, y decidió cerrar la ventana. Se acercó a la siguiente, cuyo letrero decía: “Te perdono”. Al abrirla descubrió que de nuevo aparecía él, como si estuviese proyectado en una pantalla, acompañado por su amigo Marcos, que le pedía disculpas, arrepentido por haber contado a toda la clase un secreto que Alberto le había confiado. Alberto, con la mirada tranquila, le dijo: <<Te perdono>>. También aquella situación se había dado en la vida real.
Alberto fue abriendo una a una todas las ventanas de la sala. En cada una de ellas contempló alguna acción que él mismo había realizado a lo largo de su vida. Muchas eran buenas, como la del letrero «Sonrisas» o la de «Cuéntame, que te escucho». Sin embargo, había otras tantas que dejó de ver, pues le avergonzaba pensar que se hubiera comportado de semejantes maneras. Justo en el momento en el que estaba a punto de echarse a llorar, volvió a aparecer la voz en su cabeza: <<¿Quién eres?>>. Esta vez Alberto se detuvo a meditar la respuesta.
–Pues, sinceramente, no lo sé. Pero estoy empezando a cansarme de tus misterios. ¿Para qué me has traído aquí? ¿Para qué tantos espejos? ¿Acaso soy las cosas buenas que he hecho a lo largo de mi vida?… ¿O las malas?… ¿O quizá ambas?…
<<Me alegra comprobar que por fin lo has entendido>>.
En apenas un pestañeo, Alberto se halló sentado en su escritorio de nuevo, frente al mismo ejercicio que estaba resolviendo antes de marcharse al extraño lugar de los espejos. Empezó a valorar si aquello no habría sido un sueño cuando, al fijarse en el cuaderno descubrió una frase en una caligrafía que no era la suya:
«Sólo cuando entiendes que no sabes quién eres, puedes empezar a descubrirte”.