Mónica Montero
Ganadora de la XIV edición
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Entró con las manos esposadas, escoltada por dos policías fornidos. Se sentó, con un micrófono frente a ella. La sala estaba repleta. Sabía que aquellos hombres revestidos con togas tenían su libertad en las manos.
La primera pregunta del fiscal le devolvió a la realidad. Enseguida transcurrieron treinta minutos de preguntas y respuestas que le hicieron recapacitar acerca de cómo había acabado en aquella situación.
Al echar la vista atrás volvió a sentir el tacto de la pistola, aún caliente. Frente a ella estaba el cuerpo inerte de un joven. Lo que empezó como una noche de fiesta, acabó convirtiéndose en la escena de un crimen. ¿Por qué tuvo que ayudar a aquel muchacho?, era la pregunta que le atormentaba desde entonces. Nunca tuvo una relación de amistad con la víctima, a la que había seguido para echarle una mano.
El joven abandonó la fiesta muy asustado. Echó a correr, volviendo atrás la cabeza a cada poco, como si temiera que alguien quisiera hacerle daño. Y aunque ella lo intentó, no llegó a tiempo: el pandillero ya le había disparado. Sin pensar en las consecuencias, tomó la pistola con el fin de detener al tipo que había acabado con la vida del joven. Sin embargo, su intención de ayudar no salió como esperaba, pues la policía le detuvo como sospechosa, mientras el asesino desaparecía en la oscuridad. Nunca más supo de él.
Un golpe de maza en el estrado le hizo volver al presente.
En todos esos meses nadie la había creído. Su abogado le recomendó que confesase el crimen, alegando que fue en defensa propia, para evitar así un mal mayor. De esa forma no pasaría muchos años en la cárcel, desde donde vería cómo iba pasando la vida.
<<… Y por tanto, declaro inocente a la acusada>>.
Vio a su familia, sentada en la primera fila de la sala, romper a llorar de felicidad. Aquel infierno acababa de concluir. Le había llegado el momento de empezar de nuevo para disfrutar de las pequeñas cosas.
Los policías le quitaron las esposas. De nuevo era libre.