Miguel María Jiménez de Cisneros
Pablo observó cómo, en cuestión de horas, se habían desvanecido todos sus planes: al final de la mañana la organización del concierto al que iba a ir la semana siguiente acompañado por Lucía, le había comunicado la suspensión del evento. A mediodía, los vuelos a Praga habían sido cancelados: se había quedado sin aquel viaje con sus amigos. A primera hora de la tarde, había escuchado en la radio que, en un par de días, nadie podría salir de casa.
Miró ensimismado por la ventana, tratando de asimilar aquella suma de cambios bruscos. En la calle no había un alma. A su pesadumbre se añadía el desconcierto ante aquel virus cuya transmisión parecía incontrolable y misteriosa, y su cura desconocida.
Quién se lo hubiese dicho una semana atrás, cuando se disponía a continuar los próximos meses según lo previsto, intercalando en su trabajo aquellos planes que le animaban en los ratos de cansancio.
–No somos nadie –le había dicho, con su característico sentido del humor, Lucas, su compañero de piso, antes de marcharse a la casa de sus padres, lejos de la ciudad.
Se lo tomaba mejor que Pablo, aunque no podía evitar el sentirse contrariado.
–No somos nadie –repitió, dándole la razón a su amigo, ahora ausente.
Aunque meses más tarde la situación mejoró, las cosas no habían vuelto a la normalidad. Y así, <<¿Hasta cuándo?>>, se preguntaba. Estaba cansado de la angustia, de las decisiones, normas, restricciones, mensajes… Quería volver a la vida de siempre, salir de aquel largo túnel. Pero había conseguido aprender una lección: que ni el Estado, ni la técnica ni –mucho menos– el hombre inflado de esperanza en las cosas pasajeras eran amos de la situación.