María Saldaña
Ganadora de la XVI edición
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Su habitación era un bosque de lienzos en blanco, que anhelaban gritar algo cuando la niña se atreviera a hablar. Pero a ella le gustaba verlos vacíos, en eterna espera.
Cada mañana se despertaba rodeada de aquel blanco expectante. Nadie comprendía por qué torturaba así a los lienzos, sin darles ningún sentido, manteniéndolos en esa neutralidad que no expresaba nada. Y ella, ante la incomprensión de los espectadores, sonreía.
A la niña nadie le había enseñado a hablar. Sí conocía lo que tenía que decir –sin salirse de la raya–, es decir, qué voz debía darle a su pensamiento, pero nunca le enseñaron a pronunciar las palabras. Por eso no podía pintar sus lienzos, pues sabía que, hiciera lo que hiciese, continuarían en blanco. Así que prefería dejarlos tal y como estaban, para que mostraran un retrato de ella misma, un reflejo de su vacío.
La ceguera de los espectadores hacía reír a la niña. Le divertía que no vieran más allá de lo que debe ser un cuadro, sin calibrar si aquellos lienzos en blanco eran o no un trabajo artístico. Tampoco se daban cuenta de que esas telas también eran un retrato de ellos mismos.
Un día decidió experimentar lo que sería hablar, dando voz a sus pobres lienzos y creando un retrato verdadero. Tomó un cuchillo y los rasgó uno a uno. Fue una acción libre, pues quiso salirse de la raya.