Jesús Montalbán
Ganador de la XV edición
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Aquello era una orgia de cartílago, flemas y púas. Un capricho obsceno de la vida. Comunicarse con esa mole de carne amorfa era imposible; aunque le gritara seguía resollando a través de los pliegues de su piel. Sin embargo estaba seguro de que me entendía.
Bajo la fina membrana que tenía por piel, se formaron geometrías imposibles, grotescas, propias de una mente enferma. Pese a lo que me dictaba la conciencia, me quedé hipnotizado y seguí con la mirada la estela que dejaban los seres y lugares que se dibujaban en su carne, sobrecogido ante aquel espectáculo visceral.
Cuando volví en mí, consulté la hora en mi Casio de pulsera: las tres de la madrugada… A mi difunta tía abuela Teresa le hubiese dado un vahído de saber que me acostaba a esa horas entre semana.
No intente comunicarme con aquel ser de nuevo, sino que giré sobre mis talones y me dirigí de vuelta a la habitación. Entonces un calor abrasador me quemó la mano, como aquella vez con la pistola de silicona. La criatura me envolvía el brazo con un tentáculo carnoso que se enroscó en mi garganta. Me quedé paralizado. Aunque intenté gritar, solo conseguí trazar una mueca de pánico. Recuerdo cada maldito segundo, mi impotencia ante aquella fuerza inhumana y destructora de la voluntad. Me deje llevar, como si fuese un muñeco.
Sus lenguas reptaron a través de mis orificios nasales y de mi boca. En aquel momento me cegó un estallido. Mi cuerpo se encontraba en el pasillo, pero veía a través de unos ojos extraños. Un mar de nubes se desplegó ante mí y me embargó una paz total. En un instante un orbe de luz se elevó vigoroso, y el tintineo de sus destellos me sumió en un estado letárgico mientras ascendía. ¡Qué sosiego! Había visto la verdad en el volumen de las nubes; se me había revelado un conocimiento sobrenatural en las curvas de la esfera dorada.
Cogí aire con una profunda inspiración. El visitante se había disuelto, no había rastro de huellas ni secreciones. Me levanté sin apenas fuerzas y me dirigí al baño.
Podría creerse que aquella noche tuve pesadillas por lo ocurrido. Todo lo contrario; dormí del tirón.
Pasaron varios días hasta que recordé el encuentro en el que, suspendido sobre las nubes, poseí por unos segundos el conocimiento último de la belleza en todo su esplendor. Parecía irónico: lo que se me había borrado de la memoria, de pronto la ocupaba a todas horas, repitiendose en bucle, sin descanso.
La vida me parecía monótona, los antiguos proyectos me resultaban como manualidades de preescolar, y las clases se me hacían eternas. No me valía la pena pararme a hablar con amigos, pues no tenía ningún interés en sus vidas. Sabía que hablaban de mí en cuanto yo salía del aula. Me daba igual si se mofaban. Había decidido reservar mi secreto. ¿Cómo explicarles aquellos cuerpos y polígonos, ajenos a la lógica euclídea, que brotaron de su dermis? Nada estaba a su altura, ni siquiera las fiestas o las chicas. <<Deja las drogas, cabrón>>, me hubiesen contestado seguido de unas risas embotelladas. En realidad había empezado a probar LSD y ald-52 a escondidas, pero el ácido solo me sacaba de la apatía durante unas horas. Después volvía la angustia.
Me sentía cansado. Dormía muy poco. Las noches me las pasaba de guardia, asomado a la puerta por si él volvía y tenía la bondad de materializarse en el pasillo. No tuve éxito. Tan solo logré asustar con mi aspecto de zombi a algún compañero del colegio mayor que, a media noche, me encontraba de camino al baño.
Cuando me vence la fatiga, una voz me llama desde el fondo del pasillo. Me dicta instrucciones de cómo dirigirme al éxtasis y me habla de su futuro peregrinaje al plano tridimensional. Solo en esos momentos descanso.