Jorge Buenestado
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Aura vivía en un pueblo de montaña, desde donde acudía al único instituto de la comarca, en el que solo había una clase por curso. Sus compañeras decían que era una chica extraña (pues prefería estar sola), carcomida por la timidez. Solo escuchaban su voz cuando alguien le hacía una pregunta, y casi siempre se despachaba con un monosílabo.
Había llegado al pueblo dos años atrás, pero nadie sabía desde dónde ni por qué. Vivía en una casa vieja con las persianas echadas, junto al puente que cruzaba el arroyo. Los fines de semana apenas se la veía, pues no se juntaba con ninguna pandilla. Como algo extraordinario, algún vecino se la encontraba sentada en el pretil, balanceando los pies sobre la corriente o debajo de las ramas de un viejo roble, río arriba.
Aura tenía una pequeña cajita de madera que parecía un arcón en miniatura, sin bisagras ni cerrojos. A pesar de su tamaño, pesaba mucho. La llevaba siempre consigo y nadie salvo ella conocía su interior. El peso de la cajita variaba según el día, pero si la agitaba no emitía sonido alguno
Un día la caja desapareció. Alguna persona con malas intenciones pensó que podía contener algo valioso y se la quitó. Aura la buscó por todas partes, en su casa, en el instituto, en las riberas del arroyo y por la hierba que rodeaba al viejo roble. La buscó por todos los lugares, pero no la encontró. Algunos de sus compañeros de instituto, a los que no podía considerar amigos, fueron amables con ella y le ayudaron a buscarla. Como la caja seguía sin aparecer, Aura dejó de asistir a clase.
Belén, una de las chicas que la había ayudado en la búsqueda, escuchó una conversación en el instituto. De este modo supo quién había sido el ladrón: un chico que, además, había tratado de forzar la tapa de la caja junto a sus amigos. Al no conseguirlo, la lanzaron al río desde el puente. Belén inspeccionó la ribera hasta encontrarla en uno de los recodos, a donde había llegado arrastrada por la corriente. Quería devolvérsela a Aura, pero desde que había dejado de asistir a clase estaba ilocalizable.
Bajo la llovizna, Belén acudió al roble; allí estaba Aura. Se le acercó y le entregó la caja. Como recompensa, Aura le dio un inesperado abrazo. Era la primera vez que veía a Aura tocar a otra persona. También la abrazó.
Aura abrió la cajita, advirtiéndole a Belén que bajo ningún concepto tocase lo que hubiera dentro. Para su sorpresa, solo contenía un hueco oscuro, como si fuera el vacío. No es que la caja no portase nada si no que carecía de interior.
–¿Sabías que todos poseemos una caja como esta dentro del pecho? En ella guardamos los secretos más íntimos, aquellos que nos definen –le explicó Aura–. Son secretos que no podemos compartir porque nos harían daño, pues también reflejan nuestra faceta más oscura. Si los revelaras, concederías a los demás el poder de destruirte. Pero cuanto más tiempo los llevamos dentro, más pesados se vuelven. Son una carga, como un veneno que afecta a todo nuestro cuerpo.
Las mejillas de Aura se anegaron de lágrimas, pero lágrimas de alegría por haber recuperado su caja y por haber hallado con quien compartir su carga, pues de pronto le confesó a Belén los secretos que le hacían daño, con tanto miedo como determinación.
Belén, entonces, entendió las razones de su soledad y de su aislamiento y, a partir de ese momento, Aura tuvo una amiga gracias a la que consiguió que la caja quedara vacía.
(Jorge Buenestado)