Esther Castells
Ganadora de la III edición
www.excelencialiteraria.com
En las últimas semanas de diciembre y la primera de enero acude a mi memoria “Cuento de Navidad”, la novela breve de Charles Dickens, que nos cuenta cómo durante las noches previas a la Navidad, el avaro Ebenezer Scrooge recibe la visita consecutiva de tres espectros que representan a las Navidades pasadas, a la presente y las futuras. Un auténtico examen de conciencia, un revulsivo para el alma helada de aquel anciano, que le impulsa a replantearse su vida después de contemplar cómo había sido hasta ese momento.
La literatura decimonónica juega con las criaturas espectrales, los monstruos, los fenómenos sobrenaturales y los tormentosos recuerdos. Unos son corpóreos, los otros no. De hecho, hay una gran diferencia entre recuerdos y fantasmas: Si los primeros existen únicamente en la mente de los protagonistas, los segundos se le aparecen con un propósito, a veces doloroso y hasta cruel. De ahí el aturdimiento y el temor inicial del personaje, pues ¿cómo reaccionaría el lector ante una experiencia que no puede explicar y que escapa a su control?
Casi doscientos años después de la publicación de “Cuento de Navidad”, a los protagonistas del comienzo del siglo XXI se nos aparecen otra clase de fantasmas: los digitales. Y es que en este tiempo, por suerte o por desgracia, nada muere. Mejor dicho; todo queda bajo la superficie de un océano de interfaces.
Las personas que se fueron de nuestra vida física y virtual, resucitan de pronto en Instagram, Whatsapp, Facebook, Linkedin… Estos portales son comparables a los sueños navideños de mister Scrooge. Reviven vínculos formalmente rotos, que se esconden a un clic de distancia, a un clic del aburrimiento y la intromisión. Sea cual sea la razón, los fantasmas orbitan invisibles como planetas a nuestro alrededor. Es un fenómeno más artificioso que el que empleaban los fantasmas del siglo diecinueve. Y más cobarde.
Los espíritus pueden ser una fantasía o presentarse para darnos un mensaje: Catherine Earnshaw –la mujer de blanco de Wilkie Collins– y Bertha Mason tienen algo en común: se manifiestan porque tienen un mensaje que decir o porque su existencia resulta demasiado evidente para permanecer en la oscuridad. Pero cuando la verdad queda expuesta, se baja el telón y damos por concluida la novela.
Los fantasmas de nuestra época, sin embargo, no tienen nada que decir. Aparecen y desaparecen sin propósito ni lógica, por capricho, con la única intención de fisgonear, sin mensaje ni objetivo. No podemos preguntarles ni pedirles explicaciones, puesto que no quieren salir a la luz. No tenemos control sobre sus actos, pero sí sobre los nuestros. Por eso no tendríamos que esperar a la medianoche para que aparezcan en nuestra habitación, es decir, en un nuevo episodio de curiosidad malsana. No tienen poder alguno sobre nosotros. No deberían alterar nuestra rutina, el curso de nuestra vida porque, a pesar de todo, son solo humo. Una sombra en la oscuridad. Fantasmas, en definitiva.
Ester Castells