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Alejandro Caicedo

Ganador de la XII edición

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Después de mi tercera temporada en Milán, las cosas se empezaron a deteriorar poco a poco. Comencé a quedarme en el banquillo más a menudo, y al final de temporada me quedé fuera de la convocatoria de varios partidos decisivos. Al principio no me preocupé, al pensar que mi estancia en el banquillo se debía a las rotaciones lógicas y necesarias en un equipo que peleaba por el scudetto, la coppa, la Copa de Europa y la Recopa. Luego me di cuenta de que el único que había dejado de contar para el entrenador era yo.

–Ma io non entendere pur quá –le decía con mi mal italiano.

Él me contestaba, en un italiano perfecto, que si no me elegía para jugar era porque no demostraba ilusión durante los entrenamientos.

Por aquel entonces pensé que me la tenía jurada, que quería librarse de mí como fuese con tal de que pudiera disponer de mi ficha de futbolista extranjero para traerse a alguno de los delanteros que le habían acompañado en su reinado incontestable en el fútbol yugoslavo. Pero al principio de la siguiente temporada supe que las cosas no eran así, pues no fichó a ningún otro delantero después de mi marcha.

El equipo terminó perdiendo el Scudetto a falta de tres jornadas, y en Europa las cosas nos fueron aún peor, pues caímos eliminados ante equipos escoceses y belgas que a priori no parecían rivales para un equipo de nuestra talla. La prensa reclamó una limpieza de vestuario que el presidente y el entrenador llevaron a cabo sin demora en los primeros días en los que se abrió el periodo de traspasos en Italia.

Primero se fue Viretti, que ya tenía adelantadas algunas negociaciones con varios equipos para continuar su carrera en Italia. Después se fue Alfonsini, al que le costó un poco más encontrar un nuevo club sin perder dinero, pero lo consiguió yéndose al Sur, donde los jugadores campeones con Italia en el Mundial del 82 eran muy apreciados por los capos mafiosos, que siempre están detrás de los equipos de la región. Yo fui el último en entregar la camiseta. La verdad, pensé que tendría al presidente de mi parte y eso hizo que me confiase en exceso. Al final, a ocho días del inicio de la pretemporada, el aquel hombre me invito a tomar una copa en su piso del centro de la ciudad.

–¿Qué tomas?

–¿Tienes ginebra?

–Sí.

–Pues ginebra.

Mientras me servía la copa, me dijo que el entrenador no iba a contar conmigo ni me convocaría a la concentración de pretemporada en Austria.

–¿Me estás insinuando que me busque otro equipo?

Me quedé de piedra y me enfadé con él, marchándome de muy malas formas de su apartamento. Ahora sé que yo no estaba enfadado con él, ni con el entrenador; lo estaba conmigo por negar mi ceguera.

Por medio de mi agente, el presidente me hizo saber que podía negociar con libertad, pues aunque aún me quedaba un año de contrato, no iban a exigir nada por mi traspaso, como sí hicieron con Viretti y Alfonsini. Eso facilitó mucho las cosas: aunque había varios equipos interesados en mi ficha, ninguno estaba dispuesto a pagar de más y mantenerme el sueldo.

Para un jugador como yo no es sencillo encontrar un club a finales de temporada, porque los entrenadores ya tienen los deberes hechos y apenas quedan equipos de primer nivel rastreando el mercado. Además, necesitar una plaza de jugador extranjero me dificultaba las negociaciones. Tampoco fue sencillo para mí pasar de ser el seducido a ser el seductor. Fueron los primeros momentos en los que me di cuenta de que el fútbol no me iba a durar para siempre.

A tres días de acabar las negociaciones, recibí la única oferta que no contemplaba una rebaja considerable respecto a mi anterior salario. Además, venía de un equipo que –según mi representante– estaba <<construyendo un “proyecto serio”>>.

Se trataba de una formación que recientemente había ascendido, propiedad de un promotor inmobiliario muy conocido en la capital de España. Decidí aceptar la oferta, pues la entendí como un nuevo reto en mi carrera. Al llegar al aeropuerto de Madrid, me recogió el secretario del presidente, pero no se ofreció a llevarme la maleta hasta el coche. De camino al apartamento provisional que me habían conseguido cerca de la Castellana, le pregunté quién iba a encargarse de mi mudanza desde Italia.

–Eso es problema tuyo –me contestó–. Habla con tu representante… o yo qué se.

Después de pagar la mudanza de mi bolsillo, me di cuenta de la cantidad de cosas innecesarias que tenía en la casa de Milán.

Al llegar a la concentración de pretemporada, que se celebraba en una finca del presidente, cerca de Teruel, me reencontré con Escalante. Teníamos muy buena relación porque habíamos coincidido en varias convocatorias de la Selección y en algún evento publicitario de la marca de refrescos que la patrocinaba.

Una mañana, después de varios entrenamientos que se resumían en correr monte arriba, le pregunté a Escalante cómo veía al equipo de cara a su primera temporada en la máxima categoría. Me respondió que él solo pensaba en el chalet de Marbella donde iba a pasar sus años de retiro. Tengo que decir que me acojoné, pues tenía pensado hacer una buena temporada y luego fichar por algún equipo con más renombre y, de ser posible, volver a las convocatorias de la Selección.

El día que se acababa aquella concentración, el presidente apareció en su Mercedes para darnos una charla motivadora enfocada al inicio de la temporada. Antes de marcharnos se acercó a darnos la mano mientras subíamos al autobús que nos iba a llevar de vuelta a Madrid. Cuando llegó mi turno, dijo que esperaba mucho de mí y pronunció mal mi apellido. Comprendí que mi buena estrella se había apagado.