Juan Pablo Otero
Ganador de la XV edición
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Cuando el guardia abrió la puerta, una ráfaga de viento sacudió ligeramente los ralos cabellos del sacerdote, quien sintió a través de su vieja túnica la aguda brisa invernal.
«¿Realmente éste es el hombre al cual todos temen?», pensó el Shogun al contemplar al clérigo sentado frente a él. Le sorprendía su mirada perdida y expresión impávida.
–¡Kirishitan! –exclamó, llamando la atención del desaliñado ministro cristiano.
Éste miró al Shogun. Ambos se parecían: la persona más importante de Japón vestía un quimono del mismo tono oscuro que la sotana del sacerdote. Además, los dos estaban sentados en el piso, aunque el sacerdote se encontraba cabizbajo.
El cura miró de soslayo la sala. Era una habitación tatami, construida con paneles de madera y papel donde se celebraban las ceremonias del té, iluminada por tres débiles lámparas. Había cuatro guardias, un par detrás del Shogun y otros dos en la entrada, además de una sirvienta a lado de uno de los guardias. No había ninguna decoración, salvo lo necesario para preparar el té. La tradición exigía mostrar las decoraciones más lujosas como símbolo de respeto a los invitados, así que el mensaje del anfitrión parecía claro. El clérigo dio un profundo suspiro y recordó lo cerca que se encontraban de la fortaleza de Hara, último bastión de los rebeldes cristianos.
–Mi Shogun… –habló, envarándose y clavándole la mirada.
El Shogun advirtió un cambió en el semblante del padre. Entendió por qué el cura estaba abstraído en sus pensamientos; hacía lo que todo sacerdote hace: orar.
–Tú eres el capellán de Amasuka Shiro, así que sabes donde están las entradas ocultas a la fortaleza –dijo el Shogun aguantándole la mirada–. “No darás falso testimonio…”
El sacerdote sabía que aunque el Shogun recitara sus axiomas, no iba a cambiar la situación. El Shogun, por su parte, sabía que su cercanía al líder de la rebelión bastaba para que cualquiera supusiera que el padre conocía aquella entrada a la fortaleza, así que mentir sería inútil. Por otro lado, las heridas del cura evidenciaban que había superado otros interrogatorios. Así que se limitó a levantar la mano serenamente. El Shogun guardó silencio al verla: le faltaba el dedo índice.
–Como puedes ver –le mostró el hueco amputado–, no miento.
«Este hombre es una nuez difícil de romper», masculló interiormente el Shogun al comprender que la fuerza física no había conseguido doblegarlo.
–¿Conoces la entrada? –le preguntó de nuevo.
–Sí.
El Shogun esbozó una sonrisa.
–¡Bien! Te hago una oferta –le anunció. El padre alzó levemente una ceja–. Os ofrezco la oportunidad de rendiros a cambio del exilio. Una opción deshonrada adecuada para… ustedes –la sonrisa del Shogun se ensanchó–. Tu transmitrás estos mensajes a tus superiores.
–No –respondió tajantemente–. Jamás lo aceptaremos. Nuestro honor lo exige, y lo sabes
–Sé de vuestro amor por el martirio. Es lo único que admiro de vosotros, bola de locos; también mis soldados están dispuestos a morir por su Emperador, el Soberano Celestial –. Al ver que el sacerdote no se inmutaba, el Shogun continuó su discurso–. Pero nosotros damos la vida por la gloria del pueblo. ¿Podéis vosotros decir lo mismo? Aseguráis que la sangre de los mártires es la semilla de los nuevos cristianos. ¿Dónde están esos nuevos cristianos?… Pasaron de dominar todo Kyushu a contar con una sola fortaleza. Y los rezagados que dejásteis atrás abandonan su fe cobardemente.
El Shogun notó un leve atisbo de cólera en el rostro del cura.
«Aún no es el momento para asestar mi golpe», se dijo el clérigo al llevarse el cacillo de té a los labios. «La paciencia es compañera de la sabiduría».
–Me parece interesante su elección decorativa, general –apuntó al devolver la taza al platillo.
–Digamos que he tenido un detalle contigo, pues es un testamento en honor a tu desprecio por nuestras tradiciones. –respondió el Shogun
El padre sonrió.
–Es usted muy perspicaz.
–He oído lo mismo de ti. Si es cierta tu reputación, aceptarás el destino: la caída de la fortaleza es inevitable, al igual que la muerte de sus ocupantes. Por eso me comprometo a perdonar la vida a las mujeres y a los niños, a cambio de su exilio. Los hombres morirán.
La sonrisa desapareció del rostro del sacerdote, pero permaneció callado.
–Pero a cambio tendrás que darme la ubicación del pasaje escondido –continuó el Shogun–. Habrá muertos, pero no tantos como con un asedio frontal a la fortaleza.
El padre sabía que el Shogun decía la verdad. Dependía de él si el exterminio de los japoneses conversos al cristianismo, los kirishitan, iba a ser total o no. Si lo que afirmaba el Shogun era cierto, él aún podría sobrevivir. ¿Pero era esto lo que realmente buscaba? A diferencia de sus hermanos, se vería obligado a un deshonroso exilio repleto de acusaciones de traición. Si se negaba, morirían todos. «Pero los cristianos alcanzarán la salvación; este es el destino de los mártires». Se quedó pensativo. «¿Y qué hay de los no cristianos?» advirtió súbitamente. «¿Encontrarán la Gracia para descubrir a Nuestro Señor?»
Con ésta última reflexión recordó que se guardaba una estratagema para ganar terreno. Dio otro trago a la taza de té y el Shogun hizo lo propio. «Ha llegado el momento».
–Chisana Kuma –dijo el sacerdote.
El Shogun le respondió con una mirada confusa que, en unos instantes, cambió por otra de incredulidad. Posó la taza lentamente en la mesilla y trató de acomodarse el gorro que marcaba su estatus, pero no fue capaz de hacerlo correctamente debido al estremecimiento que aquellas palabras le habían causado. El sacerdote acababa de nombrar un apodo que había quedado enterrado en los lugares más profundos de su memoria.
–¿Qué has dicho? –le preguntó tras unos momentos de silencio.
–Ya me has escuchado
El silencio regresó a la sala de nuevo, hasta que el Shogun lo rompió con una voz temblorosa.
–¿Kazuhiro?
El clérigo asintió con una ligera sonrisa
–¿Cómo puede ser que no te haya reconocido? –comentó, atónito
–Las torturas de tus subordinados han marcado mi rostro.
El Shogun sintió lástima al fijarse en las magulladuras que lucía su viejo compañero.
«Es por mi culpa», se reprendió a si mismo. «Pero él se lo ha buscado; son las consecuencias de sus acciones».
–Oh, viejo compañero. ¿Por qué has tomado esta senda? –le reprochó. No sabía si debía levantarse y abrazar a su amigo de antaño o abofetearlo.
La sirvienta y los guardias lanzaban miradas furtivas a Kazuhiro, que era de la misma edad que el Shogun, aunque las arrugas que surcaban el rostro del sacerdote eran más profundas y su cabello estaba cano. Kazuhiro notó que el Shogun se apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron del color de la nieve. Durante su infancia, Iemitsu y Kazuhiro fueron amigos inseparables, hasta que los padres de Kazuhiro murieron y su clan acabó en la ruina. La aflicción que esto le causó a el entonces heredero al Shogunato fue muy grande; jamás tendría un amigo como aquel, del que no volvió a escuchar una sola noticia hasta aquél momento.
–Unos monjes Kirishitan me acogieron en Nagasaki –aclaró tranquilamente.
–¿Fueron ellos los que te orientaron hacia ese delirio que llamas religión? –apuntó el Shogun.
–Ellos me salvaron, Iemitsu… Pero no solo físicamente.
El Shogun Tokugawa Iemitsu se sorprendió al escuchar ese nombre. La verdad era que estaba más acostumbrado al “Mi Shogun” con el que le nombraban sus súbditos.
–Y yo te puedo salvar –añadió el padre.
El rostro del Shogun se endureció. En un minuto que pareció eterno, le mantuvo la mirada.
–¡No! –exclamó meneando su cabeza–. Mira a lo que te han llevado estas falsas creencias. Los cristianos envenenáis el orden natural de las cosas; rompéis la armonía del mundo.
El sacerdote permaneció callado. Había comprendido que no tenía forma de cambiar la opinión de su antiguo compañero.
–Mi deber es proteger a mi pueblo –le dijo el dirigente, quien tras unos momentos agregó: – La oferta que hice sigue en pie, pero ahora me aseguraré de que vivas seguro en el exilio.
Las dudas volvieron a carcomer a Kazuhiro. Pensó en lo que le quedaba por sufrir, pero enseguida recordó la misericordia de Dios. Dio un profundo suspiro.
«Ha llegado el momento», pensó Kazuhiro. «Oh Jesús, por favor, guíame».
Prender fuego a una tienda era la señal acordada con los cristianos para avisarlos de que no podría regresar al castillo, para que lo dieran por muerto.
–¿Sería mi anfitrión tan amable de compartir una última taza de té caliente con su viejo amigo? –propuso Kazuhiro, alzando la voz por primera vez en toda la reunión.
«Una última», apuntó Iemitsu para sí mismo. «Las limitaciones que el destino pone frente a nosotros son irreversibles».
Iemitsu hizo una señal a la sirvienta para que se acercara. Mientras ésta vertía té en la taza del Shogun, notó que una lágrima se estaba deslizando por su rostro. Culpó al vapor del caliente té envolvía su rostro. El sacerdote, siempre observador, se percató de esto. Una vez su taza también estuvo colmada, Kazuhiro la levantó, y musitó:
–Señor Jesús, hijo de Dios, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Entonces lanzó aquella infusión ardiente a la cara del Shogun, que al sentir la quemazón lanzó un alarido. El sacerdote reunió todas sus fuerzas y aprovechó la confusión para levantarse y atravesar a la carrera una de las planchas de papel. Una vez en el exterior, escudriño el lugar entre ráfagas de un viento helado que lo caló hasta los huesos. Se topó con un soldado que lo miraba con cierto desconcierto. Kazuhiro no dudó y corrió en dirección contraria, hacía el campamento de asedio. Mientras sus pulmones se llenaban de aire gélido y sus pies se entumecían, el cielo anunciaba que ya era madrugada. A su alrededor se extendían cientos de tiendas de campaña y podía ver en la lejanía una multitud de luces: el Castillo de Hara. Un grupo de soldados lo perseguía. Tomó una antorcha y la lanzó hacía una tienda, en la que prendió el fuego.
Poco después un hombre lo tumbó en el piso. Cuando llegaron los soldados, comenzaron a golpearlo. Se desmayó…
Cuando recuperó el conocimiento, estaba amaneciendo. Una ola de dolor azotó su cuerpo: lo acababan de amarrar a una cruz. Lo rodeaba el ejército enemigo. Distinguió al Shogun entre un mar multicolor de lanzas y estandartes imperiales. Miraba fijamente al sacerdote.
–Iemitsu –dijo el padre con voz débil y entrecortada–. A pesar de no tener nada, ¡lo tengo todo!
El Shogun hizo una señal a sus militares.
Kazuhiro volvió la mirada hacia el castillo, por donde comenzaba a dibujarse el alba. Sintió que el frío desaparecía y se detenía el viento mientras el sol lo alcanzaba. Entonces un par de soldados le hundieron una lanza en cada flanco. Murió del mismo modo que veintiséis cristianos, diez años atrás. Murió como morirían muchos más hermanos en la fe en años venideros.