Felipe Gabriel Beytía, 15 años
Ganador de la XVII edición
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Era de noche cuando, en una aldea de la sierra, se produjo un enorme alboroto. Los perros ladraban enloquecidos, las campanas de la iglesia rompieron a tañer y los vecinos corrían de un lado a otro. Un hombre que se parecía al Ché Guevara había caído abatido.
El terrorismo, el paro y las revueltas armadas llevaban años azotando la sierra del Perú. Todo comenzó con el asesinato del ministro de Naturaleza. Lo mataron mientras buscaba cómo resolver los problemas de Copochope. Allí nadie quería la mina. Se dijo que el alcalde contrató a un sicario para eliminarlo. Este rumor llegó a oídos de aquel hombre que guardaba un parecido con el Ché. Dicen que se llamaba Sandro Romario Checapique, y le apodaban El Chinga.
–Nuestro mundo se pudre –dijo El Chinga en un bar–. Los ricos oprimen a los pobres y nadie hace por evitarlo. Esa mina destruirá los campos de cultivo y la vida de los agricultores. Verán que solo el alcalde aparecerá beneficiado. Alguien debería cambiar esta situación.
Prestó atención a la letra de una canción que emitía la radio. Entre todos los versos, dos se le quedaron en la mente:“…porque cuando la tiranía es ley,la revolución es orden”.
Con el paso de los años aquella frase se convirtió en realidad para Sandro, quien con unos viejos amigos de sus tiempos de universidad formó un grupo revolucionario al que llamaron Las mambas negras. A pesar de que pretendían mejorar la situación del país, solo lograron empeorarla. Quienes le conocían, aseguraban que El Chinga había perdido el sentido común.
El cuatro de septiembre Mauricio Vilcabamba, Presidente de la República, cayó asesinado durante la junta que se reunió con el para valorar la posible suspensión de las clases en la Universidad. Cuando se retiraba en su auto oficial, alguien accionó una bomba que llevaba pegada a los bajos.
Al día siguiente El Chinga fue declarado “el criminal más buscado del Perú”. Y el siete del mismo mes, el general en Jefe de las fuerzas armadas, John Condori, fue proclamado nuevo presidente, lo que no acabó con los magnicidios, pues el doce de octubre fue el alcalde de Arequipa, Heraldo Wamani, quien fue asesinado durante su discurso de inauguración de la construcción de la mina.
Sandro Ramiro tomó la aldea de Suchimiko. Una vez reunió a los vecinos en la plaza de armas, los acusó de servir como espías del gobierno, pues días antes los aldeanos avisaron a la policía de la ubicación de un camión de los terroristas, y trece guerrilleros cayeron abatidos.
A una orden de El Chinga, los guerrilleros agruparon a los vecinos en filas de cuatro personas.
–Uno de mis camiones fue atacado anoche y quiero saber quién informó a la policía y por qué.
Nadie contestó. Mediante un gesto de Sandro, los guerrilleros pusieron de rodillas a la primera fila.
-¡Ejecútenlos!
La ráfaga de disparos hizo eco en las montañas.
–Uno de mis camiones fue atacado anoche y quiero saber quién informó a la policía y por qué –repitió.
No hubo respuesta y volvió a ordenar la ejecución de los hombres y mujeres de una nueva fila. Cuando iba a decir por tercera vez la frase, una niña salió de entre los vecinos y se encaró con él. El Chinga se arrodilló frente a ella para mirarla a los ojos.
A la mañana siguiente la mayoría de los ciudadanos de Suchimiko estaban muertos en filas de a cuatro, presididos por el cadáver de la pequeña.
–Lo primero que hallamos en el pueblo fue a un niño –informó el coronel Roberto Quispe de la Vargas, encargado de la operación–. El chibolo se fue corriendo y después nos recibieron los terroristas con mucha metralla.
–O sea, ¿usted cree que el niño apoyaba a los terroristas? –pregunto el reportero.
–Prefiero no pensar en ello. En cuanto conseguimos cubrirnos, vimos que nos disparaban desde la alcaldía. El pelotón Cóndor nos cubrió mientras entrabamos allí.
–¿Había una muralla?
–Sí, la había detrás de una puerta.
–¿Y qué hicieron entonces?
–La reventamos con una buena carga de explosivos.
–¿Y qué había detrás?
El coronel no respondió. Se levantó y se fue, dando por concluido el programa de televisión. Aunque el militar se acordaba perfectamente de los detalles del suceso, no había querido contarlos. Contar que detrás de la puerta encontraron unas escaleras en penumbra. Por ellas subieron las fuerzas especiales y, de pronto, un grupo de niños comenzó a bajarlas a toda prisa. El sargento Orosco fue el primero en darse cuenta de que aquellos pequeños llevaban bombas. Con un inmenso dolor en el corazón, les disparó uno a uno. Era de noche, no se veía nada y las bombas seguían activadas, así que Orosco se abalanzó sobre ellas para proteger de la explosión a sus compañeros. Se acordó del momento en el que, antes de comenzar la operación, rezó el coronel:
–Señor, perdónanos por las malas acciones que podamos realizar esta noche. Si caemos, llévanos a tu Reino. Amén.
–Perdónanos por nuestras malas acciones –murmuró el sargento antes de que las bombas explotaran.
Sus compañeros habían sobrevivido. Debían agradecérselo.
No hubo tiempo para las lágrimas. Llegaron a la oficina del alcalde, desde donde alguien se asomaba, un hombre con un llamativo parecido al Ché Guevara. Era El Chinga, al que le abrieron el cuerpo con más de cien balazos.
Días después se dio a conocer el fin del terror. Había caído Sandro Romario Checapique, más conocido como El Chinga, junto con el resto de Las Mambas Negras. Era once de febrero.
-Ojalá no volvamos a sufrir un conflicto interno tan grave como este. Rezo por los fallecidos y ofrezco mis condolencias a sus familias. ¡Viva nuestra patria! ¡Que viva el Perú! –concluyó el general Condori su discurso en homenaje a la República.