Donde los pájaros no emigran - Excelencia Literaria
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Donde los pájaros no emigran

Nuria Torrubiano

Ganadora de la XV edición

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—Puedo seguir.

—No creo que puedas.

—¡Te he dicho que puedo seguir!

Yure miró a su amigo, sorprendido ante la determinación que emanaba de su cuerpo flácido y débil, apenas un cadáver que luchaba para que no lo enterrasen. A su alrededor todo permanecía inmóvil, como si ese diálogo hubiera parado momentáneamente el tiempo, como si no pudiera arrancar de nuevo hasta que Oksander tomara una decisión.

Tras un breve silencio, este añadió con ojos suplicantes:

—Debo hacerlo.

Su costado, teñido de rojo, decía todo lo contrario. Sin embargo, Yure no tenía otra opción.

<<Es su última voluntad>>, se dijo Oksander.

Sacó la cabeza entre los sacos de arena para otear el horizonte. La calma reinaba en el lugar. Se acercó a su amigo, deslizó el brazo por debajo de su cuello y le ayudó a levantarse, sintiendo que el peso entero de una vida caía sobre su espalda. Pero no era una carga, era una misión.

Miró de frente. Solo les separaban dos kilómetros, poco más que la distancia que solía recorrer junto a su mujer para recoger a los niños en la escuela. Mientras se alejaban de la trinchera, con pesadez, giró la cabeza por costumbre, para saludar a la anciana de las manzanas. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo al ver el puestecillo convertido en un agujero negro.

Empezó a nevar unos copos grises, densos, que cubrieron con un manto sucio la crueldad del ser humano. Pero si el verano se acercaba… aquello no era nieve. Venía flotando desde el fuego, de lo que este destruía a su paso. Eran cenizas que caían sin cesar.

Oksander se quiso convencer de que aquel no era el camino que llevaba recorriendo desde hacía veinte años, día tras día. No encontraba ninguna similitud para corroborar lo contrario, porque aquellas ruinas no eran el parque de su infancia, ni en el edificio destruido al otro lado estaba su oficina. No, el soldado que veía en el cristal no podía ser él.

El esfuerzo por cargar con Yure ahuyentó aquellos pensamientos. Oksander se fijó en su objetivo: llegar a la farola. Y desde ahí, alcanzar el parque. Y desde ahí, pasar por delante de la fuente, y desde ahí, dejarse caer en un sofá hecho pedazos. Cada obstáculo superado eran una colección de pasos menos para alcanzar el edificio central. Tenía que salvarle; se lo habían prometido. El herido rompía el silencio con soplos de dolor. Era un silencio asfixiante, que parecía anunciar un inminente ataque aéreo.

Yure sintió que la desesperanza empezaba a vencerle.

<<¿Cómo puede ser que todo haya cambiado tan rápido?>>.

Habían pasado de la paz a la guerra como del día a la noche. Su hogar, el de sus padres, abuelos y bisabuelos… Ucrania, era un tesoro que se hacía pedazos antes de que él pudiera legarlo a los hijos que aún no tenía.

Tras una eternidad llegaron a la central. Rápidos y eficaces, los enfermeros salieron a atenderles. Tumbaron a Oksander en una camilla y se alejaron con él, mientras Yure se quedaba en el pasillo, impotente, con los ojos fijos en la puerta por la que acababa de desaparecer su amigo. Tras la determinación con la que había alcanzado aquel lugar, una vez colmado de desesperación, se inhundó de rabia. Oksander no volvería a coger un arma. Si salía con vida del quirófano, emigraría con su familia a un país seguro. Muriera o saliera adelante, escaparía de aquel infierno.

Yure apretó los puños y deseó haber sido el blanco de aquel proyectil. Se sentía atrapado.

<<¿Qué me queda sino una patria rota?>>.

Solo le quedaba rabia. Solo rabia.