Cuestión de suerte - Excelencia Literaria
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Cuestión de suerte

Gonzalo Vidal 

Ganador de la XVIII edición

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Contaban los campesinos del lugar, que un pobre sastre se convirtió en el hombre más afortunado del reino. Cuando alguien le proponía una apuesta y se colocaba una moneda entre el pulgar y el índice, para propulsarla con fuerza hacia arriba con el primero de sus dedos, la pieza daba vueltas en el aire antes de caer en su palma abierta, que se cerraba de inmediato. El lado que miraba al cielo quedaba invisible al ojo de los espectadores.

<<¿Será cara? ¿Será cruz?…>>, se preguntaban.

Aquello parecía decisión de la imparcial suerte, pero, para sorpresa de los curiosos, el sastre siempre acertaba, sin importar cómo de cerrado estuviese el puño de su contrincante.

La fama de su pericia se extendió por el reino. Cientos de personas viajaron desde la capital a su pueblo con el propósito de vencerle.

Cara. Cruz. Cara. Cara…

Siempre acertaba. Probaron a vendarle los ojos, a lanzar dos monedas a la vez, a atarle las manos…, pero no erró una sola vez.

Los matemáticos calculaban probabilidades, los creyentes hablaban de poderes mágicos, de tratos con el diablo, y los escépticos buscaban en vano una trampa, un truco. Nadie creía en la honestidad de aquel hombre; a todos les parecía que ocultaba algo que estaba más allá de las leyes terrenales.

El sastre se reía de los infelices a los que ganaba las apuestas. Sabía que lo suyo no era cuestión de suerte sino un don particular: el de saber leer de qué lado caía la moneda. Si le preguntaban, era incapaz de dar una explicación. No entendía por qué motivo Dios le había premiado con aquella prebenda. Pero, por no entender, tampoco comprendía por qué el cielo es azul ni de dónde cuelgan las estrellas. Al fin y al cabo, él solo era un humilde sastre de pueblo, un hombre sin respuestas ni lógica.

Pero con el tiempo dejó de ganar dinero con las apuestas. La gente ya no quería jugarse nada con él por miedo a su don. Sin embargo, debido a las calumnias de los derrotados, el sastre se ganó una mala reputación de tramposo y dejaron de comprarle chaquetas, trajes y vestidos porque lo consideraban un mentiroso. Así fue como, poco a poco, se arruinó.

Una mañana de invierno, los campesinos encontraron su cadáver. Había caído fulminado por un rayo en una noche de tormenta. El asunto provocó algunas risas en la taberna. <<Pobre desgraciado>>, lo llamaron.

Su desafortunada muerte no llegó a los oídos del gran público, y durante años se siguió hablando por todo el reino del sastre que controlaba el capricho de las monedas voladeras y de su suerte prodigiosa. En poco tiempo los cuentacuentos, los cantantes ambulantes y los niños entonaban canciones sobre su historia.

Pocos sabían que junto a un camino, entre unas zarzas, arruinado, humillado y calcinado, se deshacía el cadáver del hombre más afortunado del reino.