Irina Galera
Ganadora de la X edición
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Le rodeaba el polvo, a penas podía ver. Les habían comunicado que unos cuantos soldados enemigos permanecían atrincherados en el edificio de enfrente. Iván apuntó. Sabía que podían verle, pero confiaba en su suerte. Pero cayó herido.
Se arrastró hasta la pared, sorteando escombros. En aquel momento pensó en Olga, con la que se había casado tres años antes. La conoció una noche en la que quedó con sus amigos para cenar en un restaurante de cocina de oriental. Le solían sentar mal aquellos platos exóticos. Sin embargo, Dasha le había insistido para que acudiera. Cuando llegó, vio a su amiga acompañada por Pedro, que no le caía bien por sus aires de intelectual, ya que solía citar a Dostoievski con el gesto de haber descubierto la penicilina. Mientras tomaba asiento, deseó que al camarero se le derramara una copa sobre los pelos rizados de Pedro. Junto a la pareja estaba Olga, de preciosa melena castaña y ojos de un azul oscuro, que disolvieron aquella ridícula maldad.
Dasha comentó acerca de un programa de televisión de éxito, jóvenes talentos que salían a la pista para cantar. Defendió que el ganador debería ser un tal Nicolás. Iván no le prestó mucha atención, pues él sólo veía competiciones de hombres forzudos, que levantaban bolas enormes de metal. Aprovechó un silencio de Dasha (un hecho extraordinario, ya que hablaba como si cobrase por cada palabra) para preguntarle a Olga si también ella seguía aquel concurso musical. Debía ser otra de las pocas espectadoras que se mantenía al margen, pues prefería las series japonesas de dibujos animados. Iván no soportaba el anime, pero puso cara de complicidad al afirmar que aquello sí que tenía calidad. Dasha les echó una mirada capaz de derretir el hormigón mientras continuaba defendiendo a su concursante favorito.
El sonido de una explosión le devolvió a la realidad. La ciudad había quedado en ruinas. Olga había huido hacía tres meses. Iván llevaba casi cien días sin haber podido contactar con ella. Solo sabía que estaba en Polonia, acogida por unos familiares.
Dimitri se encontraba en el edificio de enfrente. Había pasado gran parte de su vida recibiendo adiestramiento militar. Participó en la primera guerra chechena, un auténtico fracaso, y también en la segunda, aquella en la que consiguieron hacerse con la capital, Grozni, y vencer a los separatistas. Le parecía que no había pasado el tiempo desde aquellos episodios que le encumbraron como uno de los mejores tiradores de su regimiento.
Él no había recibido grandes atenciones por parte de sus padres, así que fue entre los compañeros que había descubierto un embriagador sentido de pertenencia. Ahora formaba parte de la 64º Brigada de Fusileros. De nuevo, se estaba dejando la piel por su nación.
Apuntó, apretó el gatillo y uno de sus disparos impactó en un soldado que estaba escondido en el edificio de enfrente. Vio que, después del tiro, se arrastró para esconderse. Lo observó por la mirilla: el joven enemigo se estiraba a ras del suelo, como una lagartija aplastada de un pisotón. Supo que tenía poca experiencia militar, pues le había resultado demasiado fácil dar en el blanco.
Dimitri recargó el arma. Se acordó entonces de Anna ¿Qué estaría haciendo? ¿Seguiría por las noticias los avances del ejercito? ¿Le echaría de menos?… Deseó empezar de cero. Buscaría una profesión distinta para no tener que pasar tanto tiempo lejos de casa. Había intentado hacerse maestro, pero no le fue bien en los estudios. Lo suyo era aquella cualidad milimétrica para abatir un objetivo. Si en el terreno de batalla algunos hombres sacan lo peor de sí mismos, la presión hacía que él se aferrase a su instinto de supervivencia, con el que su puntería se multiplicaba, pues un disparo que se desvía puede ser el último fallo.
Ojalá estuviera con Anna, dando un paseo por el río Moscova que atraviesa su ciudad natal. Las tardes de verano les encantaba contemplar los edificios de la otra orilla reflejados en su superficie.
Dimitri no se planteaba problemas morales al disparar, como un vendedor ambulante de sopa Solianka no se planteaba si a la gente le sentaba bien o mal aquel caldo, sino que se limitaba a cumplir su cometido. Tampoco un abogado se plantea por qué va a la oficina, ni un pescador por qué extiende las redes en el mar. El hábito consigue que las personas trabajen por rutina más que por reflexión. Dimitri trabajaba en lo que le correspondía. Acataba las órdenes de quienes protegían a la madre patria de sus enemigos. Sus manos eran como las de un cirujano, que no tiemblan cuando hay que extirpar lo que daña el cuerpo de un paciente. Si había personas que no le comprendían, pensó, se debía a que el individualismo occidental les hacía olvidar el valor de la nación, la natsiya. Pero él lo tenía muy presente, del mismo modo que mantenía en sus pensamientos la imagen sonriente de Anna.
Percibió que el edificio empezaba a temblar. En un momento, las vigas empezaron a deshacerse. Un trozo grande del techo cayó hacia dónde él se encontraba.
Iván intentó levantarse, pero su entorno se iba nublando. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Su mundo se había vuelto borroso. Susurró el nombre de Olga repetidas veces. Se quitó el casco. Sus latidos fueron ralentizándose. Rememoró el primer beso que se dieron ante el rio Moscova. Habían viajado desde Ucrania para visitar Moscú con motivo de su viaje de novios. Ella llevaba un vestido de flores verdes y rojas. Su pelo, recogido en una trenza, le dejaba algunos mechones al aire. Volvieron a besarse, como si la eternidad residiera en sus labios.
Iván sonrió antes de que sus parpados se cerraran.