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Laura Sánchez Jiménez

Ganadora de la XVIII edición

www.excelencialiteraria.com

 

Fue un 25 de agosto. Juan estaba terminando de ordenar las cajas. El 28, al mediodía, partía su tren hacia Pamplona, donde iba a comenzar su sueño de convertirse en médico.

 

Tenía buena parte de sus cosas ya empaquetadas. Solo le quedaba escoger algunos elementos decorativos que tenía desperdigados por su habitación. Iba a comenzar con las fotografías que lucían en un tablero de corcho cuando sonó el timbre. Unos segundos más tarde escuchó a su madre, decirle desde el pasillo:

 

–Juan, es Guadalupe. Ha venido a verte.

 

–Dile que pase.

 

En cuanto Guadalupe pasó a la habitación, le entregó un regalo que llevaba preparando desde que supo que su amigo había logrado una plaza en la Universidad de sus sueños. Se alegraba mucho por él, no lo podía negar, pero le entristecía que fueran a separarse. Habían crecido juntos, y desde pequeños habían sido inseparables, siempre unidos, el uno para el otro. En unos días iban a distanciarlos trescientos setenta y ocho kilómetros.

 

Al verla, Juan la abrazó.

 

–Te prometió que vendré a Madrid siempre que tenga una oportunidad –le susurró–. No tenías por qué traerme nada.

 

Tomó el paquete con asombro, rasgó el papel y… No pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Se trataba de un álbum que recogía fotografías, recortes, entradas, escritos… Eran muchos de los recuerdos que compartían.

 

Se sentaron en la cama y comenzaron a pasar las páginas. Entre risas comentaban las imágenes.

 

–¿Te acuerdas de la vez que decidimos montar un puesto de limonada?

 

–¡Cómo olvidarlo! Con el dinero que sacamos, yo me compré ropa para una muñeca, y tú un juego para la Nintendo.

 

A medida que iban viendo las fotos, les volvían a la memoria las trastadas, los paseos en bicicleta, algunas excursiones, las visitas a la heladería del barrio…

 

–Es todo tan raro… –comentó Guadalupe– Parece que fue ayer cuando construimos con tus padres la cabaña en el árbol de tu jardín.

 

–Y en una semana empezaremos la universidad –concluyó él con un nudo en la garganta.

 

–Ojalá pudiésemos volver a los seis años, para disfrutarlo todo de nuevo.

 

–Como la primera vez que montamos en la montaña rusa de la feria.

 

–Sí… ja, ja… Te hiciste pis del miedo.

 

–Bueno… Creo que fue allí donde probamos el algodón de azúcar –Juan trató de disfrazar aquel vergonzoso momento.

 

–Espera, espera… –Guadalupe volvió a estallar en risas–. ¿Y cuándo le quitamos a tu hermano el cortacésped, con el que destrozamos los rosales de mi madre?

 

–¡Cómo me voy a olvidar!… De castigo, no dejaron que nos viéramos durante dos semanas.

 

Entre evocaciones amables habían consumido la tarde, al igual que se habían consumido aquellos retazos de vida. Juan notó en su amiga un gesto de decepción, quizás por darse cuenta de que estaban a punto de tomar cada cual un rumbo distinto.

 

–¿No te gustaría volver atrás? –le planteó Guadalupe después de mirar una instantánea en la que ambos aparecían, de niños, en el parque.

 

Juan asintió sin hablar.

 

–Que felices fuimos… y no nos dábamos cuenta. Nuestra única preocupación era que el sol aguantara un poco más, para que pudiéramos seguir jugando. Míranos ahora, en tres días vamos a ser universitarios, yo en Madrid y tu en Pamplona.

 

–No llores –la consoló–. Estaremos a tan solo una llamada de distancia.

 

Aquel ruego no alivió el dolor de Guadalupe. Había llegado el momento de despedirse. Era tarde y a ella la esperaban en su casa para cenar.

 

Un rato después de que se marchara, Juan buscó a su madre en el salón.

 

–Mamá, ¿no es absurdo?

 

–¿El qué, hijo?

 

–Cuando eres pequeño, ansias crecer para conocer el mundo, pero en cuanto creces darías lo que fuera por volver a atrás y revivir cada instante.

 

–Lo sé; es duro hacerse mayor. Nuestro único consuelo son los recuerdos. Por eso hay que saber elegir con quién los construyes.