José María Olmedo
Ganador de la XVll edición
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Hacia las cuatro y media de la tarde se abrieron las puertas del Banco de España, y por ellas entró Samantha Sandemetrio, famosa policía.
–¡Menos mal que por fin ha llegado, señora Sandemetrio! –exclamó Pablo Hernández, gobernador del banco–.Necesitamos su ayuda urgentemente.
–¿Qué ha pasado? –dijo Samantha impasible.
–Pues mire, usted conoce la cámara acorazada –bajó la cabeza, como avergonzado–. Pues nos la han robado. Pero eso no es lo más sorprendente, sino que ninguna de las alarmas y mecanismos de seguridad han funcionado. Ni siquiera el detector de metales de la entrada de la entidad. Es como si los objetos desaparecidos se hubiesen… esfumado.
–Entendido. Podría, por favor, guiarme hacia la ca…
La policía se interrumpió, pues un encargado de la limpieza pasaba con la escoba entre ella y el gobernador.
Pablo Hernández lanzó un grito de furia al conserje, que se alejó mientras dirigía una mirada de odio a los presentes.
–Disculpe… El inútil de Manolo siempre está en medio. ¿Qué le estaba diciendo?
–Le iba a pedir que me guiara a la cámara acorazada.
–¡Por supuesto! Sígame.
La policía y el gobernador se dirigieron a un ascensor privado que los sumergió unos metros bajo tierra. Una vez se encontraron bajo la plaza de Cibeles, llegaron a un foso, conectado a la cámara de seguridad por un puente por el que las personas caben de una en una.
–Aquí estamos, señora Sandemetrio. Espero que no le moleste el extraño olor que se ha adueñado del lugar –le dijo el gobernador del banco arrugando la nariz.
–¿Desde cuándo huele así?
–Supongo que desde la hora del robo, pues cuando los agentes de seguridad bajaron aquí esta mañana ,ya olía así.
–Entiendo –Samantha se pellizcó la barbilla–. Estamos a treinta y siete metros de profundidad respecto al asfalto, por lo que los ladrones solo pudieron entrar por el mismo ascensor con el que hemos bajado. ¿Me equivoco?
–En absoluto.
–Dígame, Pablo, además de las alarmas y bloqueos de las puertas, ¿hay alguna otra medida de seguridad?–preguntó sin dejar de tomar apuntes en su libreta.
–Una mas, inspectora. ¿Ve este foso? –señaló hacia delante–. Pues cuando salta la alarma, el puente se retira y se llena de agua, impidiendo la salida de quien se encuentre en la cámara.
–Entiendo. ¿Podemos pasar a la cámara?
El gobernador fue el primero en cruzar el puente. Después fue Samantha. Una vez llegaron a la puerta, mientras Pablo accionaba el sistema de apertura, la mujer se acercó a un rincón, donde se agachó para tomar algo que se guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Una vez en la cámara acorazada, la inspectora observó el lugar con detalle, pero no escribió nada.
–Como suponía, lo único que falta es el oro robado –concluyó–. Por cierto, don Pablo, ¿sabe a qué hora pasa el camión de la basura?
–A las siete de la tarde –le respondió, extrañado por la pregunta.
–Y el edificio lleva cerrado, sin permitir la salida ni la entrada de nadie, desde las ocho de la tarde del día de ayer, ¿no es así?
–Correcto.
–Dígame… ¿Hay alguna otra salida además de la puerta principal? –siguió con sus pesquisas.
–No. Solo esa. Bueno, rectifico, está la de servicio, por donde se saca la basura.
–Señor gobernador, sígame. Y rápido –le pidió la policía, echando a correr hacía el ascensor.
Una vez en la entrada del banco, la inspectora continuó su carrera hasta la puerta de servicio, que desembocaba en un callejón en el que había un par de contenedores de basura. Cuando el gobernador la alcanzó, se la encontró rebuscando en uno de los cubos.
–Pero, ¿se puede saber que está haciendo? –le preguntó, entre extrañado y enfadado.
–Estoy resolviendo el misterio, señor.
En ese momento, la agente extrajo una bolsa de deporte que hizo un ruido metálico al caer al suelo.
–Aquí tiene el oro sustraído, señor gobernador –le anunció Samantha cuando abrió la bolsa. Los lingotes lanzaron un brillo momentáneo.
–¿Cómo es posible? –Pablo Hernández estaba estupefacto.
–Se lo explicaré encantada, pero volvamos al banco.
Una vez en el interior, y con todos los empleados del edificio reunidos, la policía comenzó una explicación:
–Como ustedes saben, la pasada noche el banco sufrió el robo de unas barras de oro que estaban protegidas en la cámara acorazada. Ya que durante mi investigación nadie ha abandonado el edificio, puedo suponer que el ladrón se encuentra entre nosotros –un murmullo incrédulo se apoderó del lugar–. ¡Silencio!… Al bajar a la cámara, he notado un extraño olor, como a vinagre, que no puede provenir de ninguna tubería. Ha tenido que arrojarlo alguna persona. ¿Por qué vinagre?… Pues bien, como ustedes saben, si mezclamos vinagre con detergente obtendremosun excelente limpia cristales, y en este caso –Sandemetrio sacó de su bolsillo el objeto que había encontrado en el rincón de la antecámara, un paño de limpieza–, un detergente que fue aplicado a este objeto para hacer desaparecer toda clase de huellas.
Otro murmullo recorrió la sala, esta vez más fuerte.
–Finalmente, la prueba que me aseguró quién es el ladrón, fue el desprecio con el que tratan ustedes a unos de sus compañeros, un tal Manolo, el encargado de la limpieza, quien gracias al botín esperaba abandonar su trabajo, tan poco valorado.
Todas las miradas cayeron sobre el conserje, que también se encontraba allí reunido e hizo amago de echar a correr,pero los guardias de seguridad lo detuvieron antes de que avanzara siquiera unos metros.
–¡Ojalá me hubiese salido con la mía! –voceó.
Mientras los guardias se lo llevaban, Samantha aprovechó el revuelo para marcharse, satisfecha de haber resuelto elcaso.