Los zapatos de Julián - Excelencia Literaria
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Los zapatos de Julián

Javier Taylor, ganador de la IX edición

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Julián estaba sentado con la cabeza gacha y los ojos fijos en sus mocasines. Tenía noventa y tres años. ¿O eran noventa y cuatro? Ya no lo recordaba. Su cara estaba surcada de arrugas, también la frente. Sus cejas, grises y espesas, cubrían unos ojos que apenas asomaban por entre unos párpados a medio cerrar. Vestía gruesos pantalones de pana, una chaqueta a cuadros y una bufanda embozada hasta la nariz. Y calzaba los impolutos zapatos negros, aquellos mocasines que le habían acompañado durante más de sesenta años. «Manías de perfeccionista», le solían decir sus conocidos. «Un exagerado apegamiento a las cosas», le decían otros.  Pero, «¿qué sabrán ellos?». No, ellos no sabían nada.

Sus ojos miraban fijamente los zapatos negros, pero Julián no veía el cuero ni los cordones. Veían un aula universitaria de suelo de madera y mesas fijas. La luz entraba a chorros por unos ventanales. Él era muy joven. Quizá el profesor más joven de toda la universidad. Apenas les sacaba cinco o seis años a algunos de sus alumnos.

Lolita era nueva aquel año. Cómo los encandilaba con su sonrisa, con su voz, con sus andares, con su manera de arremangarse hasta los codos el jersey de lana celeste.

Por aquel tiempo los universitarios eran gente seria, con aspiraciones académicas más o menos altas, aunque se empezaba a notar la cultura hippie, y de cuando en cuando Julián se encontraba jóvenes desarreglados en el aula.

Un día Lolita trajo un caramelo de miel a clase. Se acercó a un chico de la tercera fila y se lo ofreció:

–Para el de los zapatos más limpios.

La misma escena se repitió al día siguiente y al otro… Cada mañana aparecían más zapatos limpios entre los universitarios que competían por el caramelo de Lolita.  Pero desde que Julián se percató de aquel detalle, sus mocasines fueron, con diferencia, los más lustrosos de toda la universidad, y no tardó en perder la cuenta de los caramelos que iba almacenando en su cajonera.

Se casaron tras dos años de noviazgo. Lo que vino después es una larga historia: la casa, los hijos, las peleas, las disculpas, un paro cardíaco, tres meses en el hospital, un féretro y una losa de mármol blanco con un nombre caligrafiado a golpe de cincel: Lola Jiménez del Olmo. Desde que la colocaron, no había pasado un día sin que Julián se cepillase los mocasines. Mientras pasaba el cepillo, se imaginaba la sonrisa que pondría ella al verlo. Y aunque no se lo había dicho a nadie, alimentaba la esperanza de encontrar, antes de acostarse, un caramelo de miel bajo la almohada de su cama solitaria.