Mariam Arroyo
Ganadora de la XVIII edición
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Casi todas las noches, tres hombres y dos mujeres se reunía en el parque próximo al centro de la ciudad. Entre semana tocaban la guitarra, marcando el compás con bongos. Los fines de semana bebían en silencio, ausentes de acordes y percusión.
Una chica que salía a pasear por aquel jardín, se hacía preguntas en cuanto los veía. Quería saber quiénes eran los integrantes de aquel grupo, pero el miedo era más fuerte que su curiosidad.
Un sábado sacó a pasear a su perro por el parque. Se sorprendió al verse deslumbrada por luces azules y sirenas ensordecedoras. Sin pensárselo, echó a correr hacia el tumulto y preguntó a los curiosos que se arremolinaban alrededor de los coches de policía, qué ocurría. Con desprecio, señalaron con la cabeza al grupo, al que interrogaban en esos momentos unos agentes.
–Son los lunáticos esos. Ya era hora de que los sacaran de aquí –comentaron entre risas.
En aquel momento, uno de los cantantes comenzó a forcejear con los agentes de la Ley, mientras insistía a voces en la injusticia que estaban cometiendo.
–¡Está prohibido consumir sustancias tóxicas en vía pública! –se justificó uno de los policías.
–Bebemos para inspirarnos, pero veo que nunca lo entenderás –le respondió otro de los varones del grupo musical.
La chica lo comprendió todo al cruzar su mirada con la de una de las mujeres de la banda, que sostenía un instrumento en sus manos temblorosas.
A la mañana siguiente volvió al parque. Allí donde había ocurrido el altercado, la hierba estaba sembrada de restos de partituras quemadas, de astillas de álamo y cedro, resultado del destrozo de alguna de las guitarras. Los vio. Los tres hombres y las dos mujeres estaban a lo lejos, sentados bajo la sombra de un árbol.
–Buenos días –les saludó–. Ayer estuve presente en el altercado. Me gustaría sanar vuestra herida, para que podáis disociar la inspiración y el alcohol.
Uno de ellos la miró de reojo antes de ordenarle:
–Lárgate.
Ella insistió:
–No voy a marcharme, y quiero que os tapéis los ojos con estos pañuelos.
Una vez se los tendió, tras examinarlos con desconcierto, ella les hizo unas señales para que confiaran. Una vez se los anudaron detrás de la cabeza, les invitó:
–Seguidme.
Tras un largo paseo dirigidos por la muchacha, en el que se tomaron de la mano y que ornamentaron con reniegos, insultos y quejas, llegaron a su destino.
–Os voy a pedir un último favor –habló la chica–: que cuando abráis los ojos, también abráis vuestro corazón.
Se desataron las vendas unos a otros y cesaron las quejas, que quedaron enmudecidas por el sonido del viento y el crujido de las hojas secas, que iban chafando al caminar.
Observaron las copas de los robles, que parecían alcanzar el cielo, acariciaron el musgo que tapizaba las rocas y se mojaron las manos en un riachuelo cuya corriente parecía separar el suelo de la realidad.
–Yo ya he estado aquí –señaló uno de los cantantes–. Nos ha traído a unos diez kilómetros del centro de la ciudad.
–El lugar es lo de menos. ¿Acaso recordabas su olor, su imagen, su sonido? –le preguntó la muchacha.
–No –le respondió con un ápice de vergüenza.
–Quiero que sepáis que cada sábado, durante semanas, he paseado por el parque con la esperanza de escuchar alguna de vuestras canciones. Sin embargo, tapabais los acordes que vibraban en las guitarras con el tintineo de las botellas.
Los cinco miraron al suelo.
–Así que esta es mi cura para vuestro vacío –concluyó–: llenadlo con aquello que os puede hacer felices.
Tres meses después, la joven sacó a su perro para pasear por el parque. No había nadie, así que anduvo hasta la plaza mayor de la ciudad, de donde le llegaban las voces de una multitud. Tres hombres y dos mujeres cantaban en un escenario. Recreaban la belleza que al fin habían encontrado. La cura había hecho su efecto.