Felipe Gabriel Beytía
Ganador de la XVII edición
El pintor se encontraba tan distraído con su reflejo en el reluciente piso, que no prestó atención a lo que la reina le estaba diciendo. Y ella lo notó.
—¿Entendió lo que le pedí? —le preguntó en un tono algo agresivo.
Aquello bastó para que el pintor recordara dónde se encontraba. Se incorporó y, levantando la mirada, respondió con su característico acento:
—¡Por supuesto, Majestad! Pero… ¿por qué no me lo repite? Así podré asegurarme que he oído correctamente lo que vuestra merced quiere que yo haga.
La reina se encontraba muy molesta, pero era consciente de que aquel era el precio que debía soportar a cambio de un trabajo del más famoso retratista del reino.
—Anhelo regalarle un retrato para su cumpleaños —volvió a hablar —. Un retrato del hombre más hermoso del mundo… Pero, ¿me está escuchando? —se enfuereció al ver como el artista se contemplaba en un espejo enmarcado en pan de oro.
—¡Por supuesto! —le respondió sin quitar la vista de su reflejo —. Debo de entregarle un retrato del hombre más hermoso del mundo.
Unos meses después, el cuadro llegó a palacio. La reina ordenó que lo pusieran en mitad del salón del trono, oculto por una tela de moaré rojo. Sabía que la pintura iba a ser una sorpresa para todos sus invitados en la fiesta que celebraría esa noche en honor del rey, que cumplía años.
En el ocaso comenzaron a llegar nobles de todos los rincones del reino, también algunos embajadores de los países vecinos. La reina, nerviosa, lanzaba miradas al caballete que ocultaba el retrato, al que los invitados habían rodeado con sus propios regalos. Nadie lo había contemplado aún, ni siquiera ella, que tenía depositada toda su fe en el famoso pintor.
Llegó el momento. Tomó a su marido de la mano y se sentó para recibir los costosos obsequios con los que esperaban agasajar al monarca. El embajador del reino del norte extendió a sus pies una alfombra de piel de oso; el general supremo, le presentó un reloj bañado en oro; un adinerado banquero –que se disculpó por la humildad de su regalo– señaló una mesa de madera con incrustaciones de mármoles de colores. Así fueron pasando, sucesivamente, cada uno de los invitados. Cuando llegó el turno de la reina, esta se puso de pie y se acercó al lugar que ocupaba el cuadro.
—Tengo que agradecerles los vistosos obsequios que cada uno de ustedes le han regalado a mi amadísimo esposo. Debo admitir que yo también pensé celebrarle con algún presente semejante, mas al final opté por algo diferente: un retrato que lleva la firma de nuestro mejor pintor —. Todos permanecían en silencio—. A la preciosa obra que voy a descubrir, la he titulado: “El hombre más hermoso del mundo”.
Su marido le regaló una sonrisa.
Entonces la reina tomó la tela y tiró de ella al tiempo que desaparecía la sonrisa del público. El rey se acomodó los lentes, intentando comprender la obra. La reina, por su parte, no fue capaz de hacer ningún otro movimiento. Eso sí, maldijo mentalmente al pintor.
Pobre artista… ¿De qué mal podían culparle, si lo único que hizo fue obedecer las órdenes de la reina? ¿Acaso ella no le había pedido un retrato del hombre más bello del mundo? Desde luego, él cumplió el mandado: se pintó a sí mismo.