Raquel Giménez Fernández
Ganadora de la XIX edición
www.excelencialiteraria.com
Le despertó una ola de agua fría. Boqueó y escupió el líquido salado que le había entrado por la boca. Le dolía mucho la pierna.
Se aferró con más fuerza al tablón de madera, mientras el mar se balanceaba, zarandeándolo. Se preguntaba cómo había acabado en aquella situación, perdido en medio del vasto océano, flotando de manera precaria y aferrado a un trozo de madera como si de un salvavidas se tratase. El náufrago se estremeció, pues no lo sabía. A decir verdad, no se acordaba ni de quién era.
Desesperado, observó su entorno en busca de algún leve indicio que le indicara quién era y qué hacía en medio del agua, pero no había nada. Sin embargo, en el espejo celeste de la superficie divisó una mancha, que poco a poco se le fue acercando. Era un barco: <<¡Mi salvación!>>. Empezó a gritar, como enloquecido, pero no obtuvo respuesta. Se angustió, pues a bordo no había señales de vida.
Al fin, la embarcación se detuvo, pero nadie apareció para ayudarlo. El hombre reunió las últimas fuerzas que le quedaban para nadar hasta el casco. Con un esfuerzo agónico, se agarró a un reborde y trepó a la cubierta.
Al cabo de un rato logró ponerse en pie, con un pinchazo que le recorrió la pierna herida. Escudriño la cubierta. Había, de espaldas a él, una mujer, un hombre y dos niñas que pescaban tranquilamente. Los saludó con voz ronca, pero ni se inmutaron. Volvió a llamarlos y siguieron sin reaccionar, como si él no existiera. Extrañado, se acercó al que parecía ser el padre de las niñas y fue a darle un toque suave en la espalda, cuando su mano lo atravesó. El náufrago reprimió un grito y se llevó la mano al pecho en un acto reflejo. Decidió entonces rodearlos, para comprobar que no le podían ver, oír ni sentir. Observó los rostros de todos ellos y percibió algo inesperado, cómo un picor que no situaba en su anatomía, como una palabra en la punta de la lengua… Era una sensación de déjà vu.
Pasaron las horas. Aquellas personas seguían con la pesca. De vez en cuando parecía que hablasen entre ellos, pero el náufrago, aunque los veía mover los labios, no oía una sola palabra.
Poco a poco se fueron juntando las nubes en el cielo. Estalló una lluvia torrencial y el viento empezó a agitar el barco como si fuera de juguete. Las niñas se refugiaron entre los brazos de su madre mientras el padre intentaba enderezar inútilmente el timón. Quería ayudarlos, pero no podía hacer nada.
Súbitamente, se escuchó un crujido fatal en el fondo del casco. El agua empezó a entrar por la cubierta. Habían chocado con unas rocas del fondo; se iban a hundir. El padre indicó a las niñas y a su esposa que lo ayudaran a sacar un pequeño bote hinchable. Lo ataron con una cuerda al barco y la mujer y las niñas se subieron en él.
El náufrago los observaba angustiado, sin saber qué hacer. Al ver que el hombre se dirigía al bote, fue con él, mas cuando el padre estaba a punto de subir, un rayo partió el mástil, que al caer le atrapó la pierna. El náufrago intentó ayudarle, pero sus manos atravesaban la madera en un ejercicio inútil, como si toda aquella materia fuese incorpórea.
Al ver que el barco estaba a punto de irse a pique, el padre soltó el cabo que lo unía al bote para que su familia se salvara. La mujer y las niñas chillaron mientras la corriente y las olas las iban alejando de la nave. Con un último gemido, los dos hombres se hundieron en el mar.
RaquelLe despertó una ola de agua fría. Boqueó y escupió el líquido salado que le había entrado por la boca. El barco ya no estaba. La pierna le seguía doliendo. Ya sabía por qué. El padre sonrió dulcemente y aceptó el abrazo gélido del mar, satisfecho por saber que su familia estaba a salvo.