Guillermo Alonso del Real
Ganador de la XIX edición
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Se detuvo para bostezar. Fue un bostezo largo, seguido de un profundo <<¡Dios mío, redime a las almas de este podre mundo!>> a modo de coletilla. Frotose la cara y se sirvió un poco de café. De seguido, se sentó a la mesa de la cocina. Era un humilde piso de finales del noventa y seis con vistas a ningún lugar. Los visitantes lo consideraban angosto, caluroso en verano y helador en invierno.
Hizo el amago de servirse azúcar en el café, pero se arrepintió y volcó de nuevo la cuchara en el azucarero.
Era arqueólogo, no de cualquier tipo, pues no había visto nada más lejano del propio mil novecientos y cortos. Pero, según decía: <<Todos los lugares son historia, sin certeza de perdurar o morir>>.
Fácilmente se le encontraba frente al retablo de la febril calle de las Angustias. Y qué bello era si, por azar o equivocación, tropezabas con él mientras soltaba su concienzudo discurso sobre el retablo, que se filtraba por sus grietas y le daba vida.
Se estiró y resopló, dibujando círculos en el café con la cuchara.
Se le hacía un mundo levantarse a semejantes horas. Si lo hacía, era con la firme intención de ver, a través de la ventana del fregadero y por encima de los platos amontonados, los rayos del amanecer con sus motas viajeras.
Perdió la mirada en el gotelé de la pared. Lo suyo no eran las descripciones de una catedral, ni los arcos góticos, ni las refinadas esculturas talladas por las manos de maestros olvidados. Él prefería el relato que narran los bancos del parque, las farolas de la Gran Vía e, incluso, en algunos casos de súbita lucidez, la portada de algún libro. Aquella era su historia acerca de los yacimientos. Sí, esa era su arqueología, tan sencilla como una gota de rocío. Más aún, como un involuntario buenosdías.