Inés García Pescador
Ganadora de la XIX Edición
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El Sol se levantaba radiante y majestuoso sobre la montaña solitaria. Los primeros rayos de luz besaban la hierba de los prados, que desprendían el calor genuino que anuncia la venida de la primavera. Las cigüeñas que anidaban en el campanario de la iglesia emprendían su vuelo en busca de alimento, y las mujeres acudían, como de costumbre, a la ribera con la colada al tiempo que sus maridos partían hacia los campos de labor en busca de un jornal. Irene también contemplaba a los rebaños que los pastores conducían hacia los pastos.
Sentada frente a la ventana del salón, la mujer pasaba los días observando el pueblo desde el amanecer hasta el ocaso. Durante sus ochenta y dos años había ido desapareciendo de la memoria de sus vecinos, hasta convertirse en un espectro del pasado del que nadie apenas hablaba. Sin embargo, ella conservaba un recuerdo vivo de quienes antaño fueron sus amigos.
A menudo, Irene luchaba contra la melancolía a través de las memorias que inmortalizaba en algunos lienzos. Su cuadro favorito mostraba los colores del atardecer que de niña contempló desde el otero que presidía su pueblo. Tonos bermejos y cárdenos envolvían un escenario cuyos protagonistas eran ella y sus amigas. Pero, sin querer percatarse de ello, su vida había perdido el color. Además de las puestas de Sol, anhelaba una conversación, el olor de la feria, recoger moras a finales de agosto, leer poesía junto a los chopos del río… Anhelaba los detalles que habían formado parte de un pasado feliz y le parecían imposibles de recuperar.
Aunque en el patio de su casa comenzaban a brotar las rosas al compás del trino de los jilgueros, la mirada de Irene se perdía en un vaso vacío de fe, de esperanza y belleza. Su existencia era como una vela que poco a poco se consume. La llama otrora firme de sus ilusiones, vacilaba a punto de apagarse.
Con el crepúsculo, las familias retornaban al abrigo de la lumbre. La Luna, desde lo alto, cubría de plata los tejados, y en el silencio de la noche crecía el poderoso rumor del torrente. Sumergida en la penumbra, Irene cerró los ojos y comenzó a soñar con los colores del atardecer, con la compañía que extrañaba, con la hermosura de su vida. Sólo le consolaba su mundo interior, la evocación de los recuerdos que alimentaban su espíritu.