La tierna anciana - Excelencia Literaria
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La tierna anciana

Guillermo Alonso

Ganador de la XIX edición

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Esperaba en el rellano del edificio, ataviada de negro como cualquier viuda de su edad. Rozaba la senectud, lo que certificaban sus delicadas facciones, los dobladillos en la piel y sus gafas de cerca. Dispuesta a emplear su mirada inocente, confiaba en que algún vecino, al verla, cual buen samaritano, le ayudase a cargar sus innumerables bolsas de tela.

Al poco escuchó unos pasos que descendían presurosos por las escaleras. Ella lo miró y él le devolvió la mirada. Era joven y estaba en la flor de la vida. Su ética le impedía abandonar a aquella pobre mujer con tantos fardos. Se llamaba Francisco.

-¿Quiere que le ayude? -preguntó, aunque se imaginaba la respuesta.

Ella asintió.

El chico cogió las bolsas y ambos comenzaron a ascender las escaleras. Él con vigor; ella arrastrando los pies y bien sujeta a la barandilla.

-¿Cuál es su piso?

-El cuarto -le respondió la mujer.

A cada poco, él frenaba el ritmo de su ascensión para esperarla. Cuando llegaron a la planta deseada, Francisco posó las bolsas en el suelo. Ella se quedó mirándolo con media sonrisa y, con ademanes lentos, comenzó a rebuscar en el bolso.

-¡Dios mío! –exclamó con angustia–. ¡He olvidado las llaves!

Francisco, a pesar de su buen corazón, maldijo para sus adentros.

-No se preocupe.

Descendió velozmente las escaleras, para volver a subir, esta vez por la escalera de incendios. Notó que una molesta sensación de fastidio le recorría las venas.

<<¡Puñetera vieja!>>, se decía.

Al alcanzar el balcón del cuarto, abrió la ventana y desde dentro del piso abrió la puerta principal. Le aguardaba la anciana, sonriente.

Francisco la ayudó a meter las bolsas y cerró tras de sí la puerta. Pero, qué ingenuo… Quien iba a decirle que aquella mujer mayor iba a ser la responsable del robo perfecto. Porque ni aquel piso era suyo ni las joyas que sustrajo. Detrás de sus arrugas y su mirada de abuelita,  se escondían los engranajes de un cerebro criminal, de lo más retorcido. Bien lo supo Francisco, quien, por cierto, trataba de defenderse en los juzgados de una acusación de hurto.