Sonata - Excelencia Literaria
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Sonata

 

Guillermo Alonso del Real

Ganador de la XIX edición

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Su llanto se filtraba entre las grietas de los muros con un eco pesado y melancólico. Estaba encadenado en el interior de un calabozo. Las piedras de la celda, ennegrecidas por el fuego y la humedad, le oprimían su sucio corazón. Si cerraba los ojos, pasaban veloces pesadillas por su cabeza, protagonizadas por las almas en pena a las que, por consolarlas, a veces tocaba el violín a escondidas.

Como un animal salvaje, daba vueltas en círculo por aquella jaula, con la mirada encendida a punto de que le brotasen chispas. Había perdido la noción del tiempo; desconocía en qué día de la semana, en qué mes, en qué año se encontraba. Sobre sus ardientes mejillas se deslizaban llamitas de fuego transparente.

–Giuseppe– susurró una voz desde fuera del calabozo, grave como una campana de bronce–. Giuseppe, ¿estás ahí?

Desde la oscuridad, el diablillo atisbó unas manos de mármol aferradas a los barrotes del calabozo.

–¡Tartini! –respondió el demonio con aspereza– ¿Eres tú? –. El ángel le hizo un gesto con la mano para que bajase el tono–. Vamos, dime… ¿Cuál es la sentencia?

Hubo un largo silencio durante el cual el ángel sopesó su respuesta, pero no pasó mucho más tiempo cuando Tartini le tendió el violín a través de las rejas. Giuseppe recordó que consiguió aquel instrumento cuando el ángel bajó al infierno para rescatar en vano algunas almas. Se cruzaron por casualidad. Él era un diablo que sufría de remordimiento, al que Tartini le regaló el violín para deleitar a los condenados.

–Primero, toca, por favor –le pidió Tartini de tal modo que a Giuseppe solo le cupo obedecer.

El diablo estiró sus garras para agarrar el violín, en el que apoyó su dura barbilla. Durante unos minutos, la melodía ascendió y se arremolinó en el calabozo. Era melancólica y nostálgica. A veces sonaba armoniosa, como si representara al Cielo, y otras desafinada, como si describiera el infierno. La música de Giuseppe era una poesía de ambos mundos.

Mientras tanto, Tartini, apoyado en la puerta del calabozo, derramaba lágrimas de dolor en forma de diminutas perlas.

Cuando acabó de tocar, Giuseppe apartó el violín y requirió la atención del ángel:

–Tartini, amigo mío… Dímelo ya. ¿Qué han sentenciado?

El ángel tardó en responderle.

–En los juzgados se congregaron multitud de los tuyos y de los míos en un fuerte barullo, una mezcla agridulce de voces; ya sabes. Salieron los testigos que te habían visto tocar el violín a las almas en los infiernos. Luego se dictó la sentencia. Dijeron cosas horribles, se barajaron torturas y delirios… y me acusaron de ser tu cómplice.

Guiseppe escuchó los sollozos de Tartini tras el portón

.–Sigue, sigue; te lo suplico –le pidió el diablillo.

–No puedo –contestó.

–¿Por qué?

–Giuseppe –dijo entre sollozos–. Yo… yo…

El demonio estiró el brazo a través de los barrotes y apretó las manos del ángel con cariño.

–Negué haberte conocido. Negué nuestra amistad… Te negué, a ti, mi mejor amigo –. Se produjo un largo silencio que estranguló el marmóreo corazón del ángel–. –¿Giuseppe?… ¡Háblame, te lo pido! –pero el diablo no abrió la boca–. ¡Perdóname, por lo que más quieras! ¡Me arrepiento de corazón! ¿Giuseppe?

Tartini se asomó de puntillas para ver el interior del calabozo, en donde solo quedaban unas cenizas humeantes y el quebradizo corazón de Giuseppe apoyado junto al violín.