Blanca Alonso
Ganadora de la XX edición
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–¿Isidro Fernández?
El aludido alzó la cabeza extrañado, pues no reconocía aquella voz.
–Sí. ¿Y usted es…?
–Felipe Milagros; un placer. Quería hacerle unas preguntas, si me concede unos minutos de su tiempo –. Ante la inclinación de cabeza del hombre, Felipe prosiguió–. Bien, gracias. ¿Sabe usted qué es un árbol?
La confusión empañó el rostro de Isidro, que no tardó en responder:
–Es una planta. Tiene un tronco, marrón, y hojas, normalmente verdes.
–¿Y qué me dice del mar?
–Una extensa masa de agua azul que abunda en el planeta.
–¿Y su hija? ¿Me podría decir cómo es ella?
–¿Mi hija…? –la última palabra quedó en el aire, dejó pasar unos momentos y procedió a responder deseoso de acabar con todo aquello cuanto antes–. Mi hija es una chiquilla adorable, pelirroja y de ojos verdes. ¿A dónde quiere llegar con todo esto?
–¿Y sabe lo que me está diciendo? –prosiguió Felipe Milagros, ignorando aquella duda.
–¿A qué se refiere?
–Que si usted sabe lo que significa que los árboles son marrones, el mar azul y su hija pelirroja y de ojos verdes.
–¿Cómo? –Isidro estaba confuso.
–¿Podría definirme dichos colores?
–¿Qué si podría…? ¿De veras? –su voz se endureció, destilando un apunte de rabia –. ¿Es que no se ha dado cuenta de que soy ciego? Ciego de nacimiento, señor –. Se sintió ofendido–. Y ahora, si me disculpa, debo marcharme. Buenas tardes.
Hizo un ademán con el sombrero y se despidió.
***
Al no recibir respuesta, se adentró. Unas paredes repletas de dibujos infantiles lo recibieron.
–Buenas tardes, soy Felipe Milagros, ¿es usted Manolo López?
–El único e irrepetible –una voz rasgada surgió de entre las blancas sábanas. Segundos más tarde, el enfermo logró sentarse, no sin esfuerzo, con la espalda apoyada en el cabezal.
–Me gustaría hacerle unas preguntas, si me lo permite. ¿Quiere usted a su familia?
–¡Pues claro que la quiero! ¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Mi familia me da la vida!
Lo dominó un ataque de tos. Se sacudió y se golpeó el pecho con el puño, hasta que logró calmarse.
–No lo suficiente, al parecer –Felipe le llevó la contraria.
–¿Disculpe? –atónito, levantó la mirada y se la clavó cual dardo lanzado con furia.
–No se enerve, tan sólo era una observación que no deja de ser cierta, por mucho que usted quiera disfrazar la realidad.
–¿Puede hacerme un favor? Márchese de aquí.
–Mentir está mal, ¿sabe? No decirles a sus hijos que pronto se recuperará. Cuando abandone este mundo, ellos se hundirán en la miseria y se anclarán en un pasado lleno de falsas promesas.
–Solo quiero protegerlos –susurró al cabo de unos segundos, con la voz rota–. No quiero dejar solo a mi hijo mayor. ¡Solo tiene diez años! No quiero, pues asumiría el rol de padre para el resto de su vida, lo que le haría cambiar la relación con sus cuatro hermanos pequeños –tomó aire antes de proseguir–. ¿Me podría ayudar? –inquirió con ojos suplicantes.
Sin responder ni romper el contacto visual, Felipe se levantó y se marchó de la habitación.
***
Arrodillado en el suelo frente a aquel niño, se sentía impotente.
–¿Así que vas a ir a tomarte un helado?
El pequeñajo de cabello rubio asintió, agitando sus rizos.
–Y cuéntame, Diego, ¿vas cada día al médico?
–Sí– afirmó–. Me está curando. Está matando con unas espadas muy chiquititas al monstruito que tengo dentro –se explayó, con una sonrisa inalterable.
–¿Y lo está consiguiendo?
–Es lo que me dice cada día, aunque a veces escucho a mamá llorar y susurrar que lo que me pasa no es justo –las últimas palabras las pronunció en un murmullo que le ensombreció el rostro.
–Por eso no te preocupes, campeón. Cuando le oyes decir eso es porque tiene mucho trabajo –esbozó una mueca tranquilizadora y señaló detrás del niño–. Ahí viene tu papá, Diego. ¡Disfruta del helado!
–¡Gracias, señor! –. Y corrió a los brazos extendidos de su padre, que observó a Felipe con mirada recelosa.
***
–Felipe, ya está todo listo. Le quedan unos minutos para despedirse.
Con paso decidido, se encaminó al centro de la habitación, cogió la mano del muchacho, que yacía inerte sobre la cama y observó las máquinas que habían mantenido a su hijo con vida… hasta aquella mañana.
–Te quiero, Juampi, hijo mío. Te quiero.
Sin más dilación, avisó a la enfermera con un gesto y se marchó.
***
Trajo una silla plegable consigo, para no tener que permanecer de pie todo el tiempo. Era el sexto día consecutivo que acudía a visitarlo. Cinco personas lo abordaron junto a la tumba. Nervioso, exigió orden.
El matrimonio con el niño dio un paso al frente, y él se agachó para estar a la altura del muchachito.
–¿Cómo te encuentras, Diego?
–Muy bien, muchas gracias. Mis papás me han dicho que su hijo me ha regalado sus espadas para matar al monstruito, y lo hemos conseguido. Así que muchisísimas gracias –abrazó al hombre, quien lo apretó contra su pecho y, sin ocultar las lágrimas, le alborotó el cabello.
–Ahora sois compañeros guerreros –susurró, separándose de él y guiñándole un ojo–. Cuida bien de las espadas.
Estrechó la mano extendida del padre del niño, e hizo lo mismo con la de la madre.
Cuando se marcharon, se plantó ante las otras dos personas.
–Lamento haber sido tan hosco. Necesitaba saber si realmente valéis la pena.
–No sé cómo agradecérselo; me ha devuelto usted la vida –contestó Manolo López.
–No he sido yo, sino él –le corrigió al señalar el epitafio de su hijo–. Agradézcaselo cuidando bien de sus pulmones. No fume –añadió, tratando de esbozar una sonrisa.
–No dude de que así lo haré.
Tras un último apretón de manos, se alejó.
–Que el tronco de un árbol sea marrón quiere decir que es opaco, apagado, como la oscuridad que antes era lo único que veía; que el mar sea azul, quiere decir que es el reflejo del cielo en la Tierra, su infinitud, misterio y profundidad; que mi niña tenga el pelo de fuego y los iris verdes significa que tiene al padre más afortunado del mundo. Gracias, Juan Pablo, y gracias a usted también, Felipe.
Despuntaba el alba. Vio desaparecer la silueta del último hombre recortada contra el sol. Entonces desplegó la silla y se sentó, con los codos apoyados en las rodillas.
–Bueno, Juampi, lo hemos logrado. Has salvado tres vidas. Le has dado tu sangre o tus espadas, como él las llama, a un niño enfermo. Has permitido respirar a un padre de familia con cáncer de pulmón y has abierto los ojos a un invidente de nacimiento. Espero haber escogido bien, pero lamento no haber podido presentártelos. Creía que ibas a tener un poco más de tiempo, pero tu corazón decidió apagarse. Pero bueno, ¡basta ya de lamentos! Ahora vives en un lugar mejor. Te quiero.