¡Mis queridos palomiteros! ‘Fatima’: Cuando el amor es belleza no se necesita nada más. Hace cuatro años las salas de cine españolas recibían, de mano de la distribuidora Surtsey Films, este séptimo trabajo del director de cine francés, Philippe Faucon (La desintegración, 2011), de origen argelino, que se alzó con los premios César a Mejor Película, Mejor Guión Adaptado y Mejor Actriz Revelación (Zita Hanrot).
El filme sigue los pasos de Fatima, una mujer musulmana e inmigrante, separada y de origen árabe, que es madre de dos hijas: Souad, una adolescente rebelde de 15 años, y Nesrine, una joven responsable de 18 años que está empezando la Universidad y quiere ser médico.
Fuerte, hermoso y terapéutico drama social sobre el amor en todos sus estadios, Fatima es la adaptación cinematográfica de los poemarios Prière à la lune y Enfin je peux marcher toute seule. Su autora, Fatima Elayoubi, es marroquí. Sin saber el idioma, emigró a Francia a principios de los ochenta. Elayoubi ha trabajado en París como limpiadora de hogar. Comenzó a escribir un diario en árabe en 2001, cuando convalecía de una caída causada por el agotamiento al que la sometía su empleo.
‘Fatima’: Cuando el amor es belleza no se necesita nada más
Tras peregrinar por numerosos hospitales, donde no identificaban su dolencia, una doctora de Nanterre tradujo sus escritos al francés, y le encontró diagnóstico: “Las radiografías no revelan nada / pero su malestar es el de una madre que sufre / porque para alimentar a sus hijas / tan solo tiene su cuerpo herido”, dicen unos versos de Prière à la lune.
Probablemente estemos ante una de las joyas más valiosas del cine francés -en línea argumental con Corazón gigante– donde aflora con sensibilidad y aprecio el alma y la caridad humana. Y sorprende que en esta Europa postcristiana aún haya realizadores valientes para mostrar al mundo el sostén de una madre coraje, de esas que son invisibles para todos pero sin su presencia el mundo, tal y como lo conocemos, se tambalearía.
Es más que una historia sobre mujeres, más que una lucha por los ideales, es la encarnación del sufrimiento, el desprecio e incluso la vejación moral solo para que nuestra protagonista haga lo imposible por mantener incólume su dignidad trabajando sin descanso de sol a sol y de aquí para allá para sacar adelante a sus hijas.
Lo hace porque quiere darles una vida mejor, no una vida mejor para ella, sino para que se formen y estudien todo lo que ella no pudo. De ahí que sean tan gratificantes y significantes, por ejemplo, las elipsis, así como el resultado final de tantas pequeñas cosas tejidas con amor, que sólo se pueden certificar cuando se acaba la película.
Probablemente estemos ante una de las joyas más valiosas del cine francés
Para armar todo ello, Philippe Faucon parte de una puesta en escena sobria, sin música, y exhibe después con claridad meridiana la identidad de sus personajes, a veces con compasión y lástima; otras con valentía y determinación gracias al feliz elenco y a la mejor dirección de actores.
Además, el cineasta filma con suficiente cadencia cada uno de los acontecimientos y explica, con exquisita sencillez, lo que supone, en un mundo que va a contracorriente, el contraste racial, el cruce cultural y la rutina de la lucha por la supervivencia. De tal modo que Faucon ofrece el mejor retrato sobre la belleza humana y el amor puesto en donación sin esperar nada a cambio. Una película imprescindible, trascendente e inspiradora, de la que hay que tomar nota.
Presten atención al último plano del filme y, como se dice en la película, “no sé cómo se grita de alegría”. Espectacular.