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EL CUENTO DE LAS ESTRELLAS

Lo tengo muy claro. Si yo regentara un restaurante, de forma tajante jamás permitiría ni tan siquiera que me nominaran como candidato a tenedor de una Estrella Michelin.

Es verdad que el boom de este estrellato culinario ha tenido y tiene un buen impacto económico, pero sólo para los restaurantes, restauradores y chefs poseedores de esas distinciones, que en comparación con el resto de establecimientos existentes que no cuentan con ninguna, suponen una ínfima parte. Y entre los beneficiados por estos astros gastronómicos está por supuesto la empresa organizadora, que saca pingües beneficios de esa constelación año tras año.

La pugna y a veces hostilidad entre chefs por hacerse con una de estas preciadas —para ellos— distinciones están haciendo, a veces, que se olviden de lo más esencial, la auténtica cocina, para centrarse en ver cómo convencer a esos inspectores con creaciones estrafalarias que nada tienen que ver con la esencia de nuestros fogones. Y es que en ese anhelo desmesurado de algunos por obtener una Michelin hay —no nos engañemos—  unos poderosísimos intereses económicos unidos a un desacerbado egocentrismo. Pero nunca, salvo excepciones, hay interés por conservar, promover y divulgar nuestra cultura culinaria.

El que una persona dedicada a los fogones tenga alguna de estas estrellas no significa ni muchísimo menos que éste sea mejor profesional frente a otra que no la posea. Estas calificaciones son otorgadas por Michelin basándose en el criterio de su popular —o impopular, más bien— plebe de inspectores cuya anonimidad, imparcialidad e incluso profesionalidad de la que tanto hacen gala los responsables de la guía roja es muy cuestionada, y su credibilidad, por tanto, cada vez está más desprestigiada. Y todo ello no hace sino vilipendiar e infravalorar a esa otra parte importante de este colectivo cocineril a los que estos visitadores dan la espalda por capricho o a causa de determinados intereses mediáticos, promocionales o económicos.

Si la gastronomía española goza de ese merecido prestigio en el mundo, de la que tanto podemos presumir y tanto nos copian, no es por esas concesiones michelianas que los franceses nos han ido dando a cuenta gota y de forma recelosa. Aquí no podemos olvidar que nuestro país ha sido siempre la más inmediata gran rival de la gastronomía francesa, y esto los gabachos lo han tenido, y tienen, muy en cuenta a la hora de darnos esas calificaciones tratándonos como oponentes, aunque con el tiempo se han tenido que ir rindiendo ante la evidencia de que somos un referente gastronómico mundial. Y no les ha quedado otro remedio que ir concediéndonoslas, por el bien de ellos mismos, para ganarse un prestigio cada vez más devaluado. Porque cuando tímidamente fueron iluminando con estos peculiares astros, hace relativamente muy poco tiempo, a algunos fogones españoles, nuestra cocina ya tenía una reputada fama, un renombre, una gran consideración… gracias a una legión de cocineros y cocineras sin estrellas Michelin —ni falta que les hacían— que con su duro trabajo y esfuerzo siempre en silencio consiguieron elevar a lo más alto nuestra cocina. Y lo han hecho con total y absoluta libertad, sin la opresión ni la presión que les impone ese clan ordenándoles, sin decírselo, a unos profesionales de toda la vida qué tienen que hacer, cómo lo tiene que hacer, por qué lo tiene que hacer… en sus cocinas y salas.

En una cocina las normas las tiene que poner siempre el chef que la dirija. Y punto. Nadie tiene que imponer ni poner ningún reglamento como es el patrón que pretende Michelín con el cuento de las estrellas.

Pepe Oneto