Aparte de estar dedicado profesionalmente a la gastronomía durante mas de 50 años, mi afición, mi hobby, favorito ha sido siempre, y es, el buen yantar, aunque no de una forma pantagruélica. No hace mucho tiempo fui a comer a un determinado restaurante. No era muy grande, más bien pequeñito. Mejor. Apenas había seis o siete mesas. El ambiente era acogedor, buen servicio, buena limpieza… se respiraba un clima de los que a mí particularmente me gusta en ese tipo de establecimientos. Primero unos aperitivos, luego llegaría la comida “formal”, y para colmo, ésta también era buena, casi rozaba el calificativo de excelente. Ya no se podía pedir más. El entrecot perfecto, bien hecho —que no bien pasado— con ese punto exacto de parrilla que los buenos profesionales saben darle a las carnes. La guarnición era de patatas fritas, de corte llamada a la española. Me gusta, por qué no. Pero de repente todo ese maravilloso castillo de sensaciones del que gozaba, disfrutando de ese estupendo almuerzo en ese local maravilloso, se vino abajo. Todo se esfumó en un momento, como el humo en el aire. Cuando con estupor y asombro observé que esas patatas que tan dignamente acompañaban a ese delicioso y grueso filete de ternera, también hecho, eran de esas artificiales, congeladas conocidas como “patatas prefritas” (que es mentira porque lo que llevan de patata es solo una parte que se mezcla en una masa hecha a base de harina, almidón, dextrosa…y otras sustancias) fieles e inseparables compañeras de hamburguesas “americanizadas”, de perritos calientes y de otras tantas bazofias a las que algunos tienen el atrevimiento de llamarle comida sana. Aliadas esenciales de esa cocina repelente e insulsa en donde se mezcla lo desabrido con lo grotesco llamada fast food —hasta el nombre lo tiene feo—. En fin, hay gustos para todos, y lo comprendo aunque, está claro, que no lo comparto. Lo respeto. Pero si yo acudo a un restaurante de verdad, para que me entiendan, a mí no me pueden dar ese tipo de productos propios de esos otros restaurantes que a mí particularmente no me gustan. Y lo peor de todo, haciéndomelos pasar por auténtico, como es el caso de esas mal llamada patatas fritas que acompañaban a mi entrecot.
No entiendo cómo se puede caer en tal imprudencia. Qué manera de desprestigiar a nuestra cocina. Pero no solo ocurre con esas patatas artificiales. Ya amenazan con otros tantos productos precocinados que, además, algunos restaurantes tiene la cara dura de presentarlos cómo “especialidades hechas en la casa” (bueno a lo mejor llevan razón y al decir la casa se están refiriendo a la industria donde lo hicieron para luego venderlo congelado). Y ahí tenemos el ejemplo, entre otros, de esas “paellas” y arroces en general, que van de la furgoneta de reparto —envase incluido— hasta la mesa directamente, pasando por un ligero toque de microondas, porque algunos no pasan ni por los fogones. Principalmente esos “platos típicos españoles de paellas” la consumen gentes de fuera de nuestro país que acuden a España, entre otras cosas, para descubrir su afamada gastronomía y esa cosa es el recuerdo que se llevan de la Cocina Española. Ante este desolador panorama, que quieren que les diga, con esa aptitud de algunos irresponsables, mal llamados restauradores, lo que hacen, lejos, muy lejos, de promocionar, divulgar y defender nuestra culinaria, lo que están haciendo es desprestigiarla y contribuir de manera importante a cargarse nuestro preciado arte culinario heredado de nuestros antepasados que con su esfuerzo lograron hacer una cocina con señas propias de identidad y con una auténtica denominación de origen: Cocina Española. Yo confío y deseo que este mal invento de la cocina artificial y engañosa sea efímero y no prolifero, y no se siga atentado más, de esa manera, contra nuestro preciado patrimonio gastronómico que tanto bien reporta, en todos los sentidos, a este país.
Oneto