El día que llegué a Barajas en ambulancia - Léxico fashionista
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El día que llegué a Barajas en ambulancia

De la serie de «posts» de «El día que suplantaron mi identidad», llega «El día que me desmayé en un vuelo». Sé que este blog es un blog de moda, y algo de moda sí que hay en esta historia. Sigan leyendo.

FOTO: una ambulancia Cadillac.

 

Nunca pensé que oiría lo de «¿hay un doctor a bordo?». Y mucho menos que yo provocaría esa pregunta. Pensaba que eso de reclamar médicos por megafonía era una leyenda urbana. No lo es.

 

 

Todo empezó en un vuelo de la compañía United de Newark, New Jersey, a Barajas, Madrid. Me tocó un asiento de pasillo que no se reclinaba, porque detrás había una salida de emergencia. Imposible conciliar el sueño. Cada vez que me quedaba dormida, me despertaba el peso de mi propia cabeza, que se caía hacia delante o hacia el costado. La azafata, con toda su buena voluntad, me trajo almohadas grandes, de la parte Business del avión, para que las pusiera encima de la mesilla y me apoyase, inclinándome hacia delante. Se ve que esta postura no era la más aconsejable, porque después de tres horas así, me levanté para ir al baño y lo siguiente que recuerdo es que unos pasajeros me sujetaban y decían «se ha desplomado».

 

FOTO: Lady Gaga en una actuación.

 

No veía nada, no sabía donde estaba, cómo había llegado ahí, y qué sería de mí. Me tumbaron en el suelo, y ya el resto fueron una serie de acciones como sacadas de una serie B americana. El doctor, que era de Almería, pidiendo un café para él, el capitán preguntando si había que hacer un aterrizaje forzoso, la gente opinando sobre mi estado, que si estaba embarazada, que si había tomado algo. Yo, tumbada en suelo lo veía todo como en una película, completamente disociada de la realidad. Vaya forma de comprobar que aquello del síndrome de la clase turista sí es verdad.

 

FOTO: la modelo Crystal Renn en un editorial de la revista Vogue.

 

Estaba por fin cómoda, en el suelo, con almohadas y un edredón de los de Business (nada de manta que pica y da descargas eléctricas). Pero dentro de mí una voz decía «ni por estas te hacen un upgrade». Las azafatas todas encantadoras y atentas, me preguntaban a cada rato si necesitaba algo. Bien no debía estar, porque no me importaba que mi cárdigan de Diane von Furstenberg de cachemire, recién comprado en Nueva York, estuviese apoyado sobre la moqueta del avión.

 

 

Al llegar a Barajas dos horas más tarde, ya veía mejor, no tenía nauseas y podía ponerme de pie sin marearme. Vinieron a recogerme en ambulancia a pie de pista. No dejaron levantarse a nadie hasta que no saliese yo. Me ayudaron con mis bolsos (yo solo pensaba «cuidado con el cuero delicado de mi Céline. Cuidado con mi Mac Book Air»). Me llevaron a la sala de servicios médicos de la T2. Me tomaron la tensión, me analizaron la glucosa y me dijeron que podía irme tranquila, que no era nada. Mi pregunta fue: «¿entonces puedo ir a la fiesta de Cavalli?». Menos mal que eran dos chicas muy simpáticas y les gustaba la moda. Me dijeron que si no iba, iban ellas en mi lugar. Su preocupación era el look, porque no tenían tiempo de pasar por casa. Les dije que podían ir tal cual, con el chaleco fosforito y el uniforme verde (añadiendo unos tacones), que era muy Davidelfin.

Mi próximo «post»: «I don´t fly comercial» («yo no viaje en vuelos comerciales», se entiende que viaja en avión privado): la frase que más envidia me provoca a día de hoy.

 

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