José Luis Restán

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Se ha vuelto habitual, ante cualquier circunstancia dolorosa o incomprensible, entonar la pregunta “¿dónde está Dios?”, a veces con rabia o con sarcasmo. Si en un tiempo parecía que el hombre debía justificarse por sus actos ante Dios, ahora es Dios quien parece que debe justificarse ante nosotros por cuanto sucede, para que nosotros le demos el visto bueno o decretemos su exclusión.

El mal es siempre un misterio que nos angustia, que nos ahoga, y ante él es razonable gritar a Dios, preguntar cuál es su sentido, pedir su ayuda para afrontarlo. Muy diferente es ese “pedir cuentas a Dios” tan moderno, tan despegado de una relación sencilla y auténtica como la que un hijo tiene con su Padre. En muchas situaciones trágicas de la historia, la pregunta que nos debemos hacer es “¿dónde está el hombre?”. Por ejemplo, ahora, en Ucrania o en Tierra Santa, ¿qué hace el hombre con su conciencia y con su libertad? Y lo mismo, en muchas circunstancias personales en las que experimentamos injusticia o fracaso, ¿dónde está el hombre?, ¿qué hacemos con nuestros hermanos?, ¿cómo respondemos ante la alternativa que se nos plantea entre bien y mal, entre vida y muerte? Dios ha querido correr un gran riesgo con nuestra libertad, tanto que algunos querrían suprimirla para poner orden, y así acabar con el problema. Claro que, nunca nos pondríamos de acuerdo sobre cuál debe ser ese orden.

El verdadero creyente sabe que Dios está. Estaba también subido en la cruz, donde abrazó todas las tragedias posibles de la historia, y está ahora en la unidad del pueblo cristiano, en la caridad que se derrama, en el testimonio de los santos, en su Palabra, que es un juicio de luz sobre nuestra vida. Pero, con frecuencia, todo esto nos parece poco. Recuerdo el testimonio de una madre, rota por el dolor ante la pérdida de su hijo, que, mirando su propia experiencia de fe, decía entre lágrimas: “pero Dios es grande”. El Dios que la había rescatado tantas veces y que también rescataría a su hijo para la eternidad.