José Luis Restán

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Últimamente me sucede con frecuencia encontrar discursos sobre la Iglesia que, supuestamente, pretenden su renovación y su bien, y que, en nombre de la coherencia doctrinal y del celo por la Tradición, siembran auténtica amargura respecto de su realidad actual y generan en la gente sencilla animadversión respecto de algunas de las personas que la dirigen. Cuando me sucede esto retomo algunos pasajes del gran teólogo francés Henry De Lubac, que tuvo que sufrir bastante por la estrechez de miras de algunos responsables eclesiales y, precisamente en medio de esa circunstancia, escribió su maravillosa “Meditación sobre la Iglesia”. En ella advertía que “en el verdadero hombre de Iglesia la intransigencia de la fe y el apego a la Tradición no se convierten en rudeza, en desprecio o en aridez de corazón”. De la misma manera, continúa De Lubac, no cae en la “suficiencia que le llevaría a ver en su misma persona la norma encarnada de toda ortodoxia, sino que pone por encima de todo el lazo indisoluble de la paz católica”.

En nombre de un malentendido celo por la verdad se puede lacerar el cuerpo de la Iglesia, ese cuerpo que es “Cristo extendido y prolongado”, como decían los antiguos Padres. En cada momento de la historia podemos encontrar aspectos de ese cuerpo que nos resulten antipáticos o que requieran curación, aunque conviene evitar un orgullo estúpido que nos convierte rápidamente en jueces. Todos encontramos cosas en la vida de la Iglesia que nos duelen y nos hieren, y otras que no alcanzamos a comprender inmediatamente. Pero antes de rasgarnos las vestiduras y disparar contra todo lo que se mueve, deberíamos escuchar una vez más a De Lubac cuando exclama: “¡alabada sea esta gran Madre, bendita sea por tantos beneficios!”. La purificación de la Iglesia nunca ha venido ni vendrá de la mano de quienes lanzan discursos incendiarios colocándose como jueces incluso de los apóstoles, sino de la fe de quienes caminan dentro de ella con gratitud invencible.