José Luis Restán

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Perder la memoria, o no ejercerla, es uno de los mayores desastres para la vida de la Iglesia, lo dice tantas veces el Papa. Por eso hoy me quiero acordar en voz alta de un gran testigo, el obispo sur-sudanés Paride Tabán, que falleció ayer, curioso, en el día de Todos los Santos. Las gentes de las diversas tribus de su país, muchas veces enfrentadas, no dudarán en reconocer que el obispo Paride es uno de los “santos de la puerta de al lado” de los que siempre habla Francisco.

Durante años recorría 5.000 kilómetros al mes en coche, atendiendo a las 600.000 almas de la diócesis de Torit. Era un auténtico pastor errante que afrontaba el riesgo de ser atacado por las fuerzas militares de Sudán, en cuya lista negra figuraba. Siempre defendió el derecho de Sudán del Sur a la independencia, para que sus pobladores viesen respetados su dignidad y su cultura. Aquel sueño, que llenó de alegría su corazón, se oscurecería después cuando la guerra entre tribus y clanes volvió a ensangrentar a Sudán del Sur, hasta el punto de que el obispo llegó a decir: “debemos pedir perdón a todos los que nos ayudaron a obtener la independencia. Todos somos culpables. Debemos admitir que nos equivocamos y volver a empezar desde el principio”. Y él no ha descansado en su trabajo infatigable por la justicia y la paz en su tierra.

Cuando recibió el Premio de la revista Mundo Negro a la Fraternidad, en 2012, le preguntaron quién era Paride Tabán, y él contestó: “soy un instrumento de Dios para la gente, para su gente; soy el siervo de Dios, eso es todo lo que sé de mí mismo”. Y al hablar de su trayectoria reconoció con tranquilidad: “nosotros hacemos nuestros planes, pero Dios tiene los suyos, y son esos los que prevalecen”. Por fortuna. Al final de su vida ha podido contemplar algo que parecía imposible: que el Papa llegase a Sudán del Sur para regar la frágil semilla de la reconciliación y de la paz.