Desatascar las fuentes
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Hablando hace pocos días de la actualidad de la Iglesia, una persona me recordaba la figura de Isaac, que no realizó grandes hazañas, pero se dedicó a excavar de nuevo los pozos de agua que había perforado su padre Abraham, ya que, con el paso del tiempo y la acción malvada de los filisteos, habían quedado atascados por el barro y la arena. Para el pueblo que vivía en aquellos parajes, era cuestión de vida o muerte el acceso agua de esos manantiales.
En la Biblia es recurrente la imagen del agua como signo de la gracia de Dios que salva, limpia y cura los ámbitos de la vida personal y comunitaria que han quedado resecos y estériles. Y el Evangelio nos presenta a Jesús como la fuente inagotable del agua vivificante que necesita nuestra vida para renacer continuamente. No me resultó inmediato lo que mi interlocutor quería decir sobre el momento actual, al sacar a relucir la imagen de Isaac desatascando los pozos de su padre, hasta que algunos pasajes recientes de la liturgia me han ayudado a entender que la Iglesia no necesita actualizarse mediante comités burocráticos, análisis y planificaciones, sino limpiando y reabriendo las fuentes de agua viva que recorren su tejido profundo.
La misión de la Iglesia no es ofrecer buenos consejos para llevarnos bien, sino darnos esa agua cuyas propiedades la samaritana no llegaba a entender en un primer momento. El Concilio Vaticano II habló mucho de “volver a las fuentes” y quizás esta podría ser otra declinación de lo mismo: limpiar las fuentes que nuestra desidia, y nuestra torpe actividad mal orientada, han taponado y llenado de arena.
A fin de cuentas, es el Espíritu Santo quien renueva la faz de la tierra, como dice el antiguo himno, y no tanto nuestros proyectos, útiles y necesarios sólo si están atravesados por esa agua viva que sólo Él puede dispensar.