Orgullosos y agradecidos
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La campaña para el día de la Iglesia diocesana de este año lleva por lema “Orgullosos de nuestra fe”. La propia campaña explica que en el contexto actual no es fácil reconocerse como creyente en muchos ambientes, y nos invita a librarnos de un sentimiento de cierta vergüenza que podemos experimentar, para mostrarnos “orgullosos de lo que somos y lo que hacemos, con humildad, convencidos de que Cristo y el Evangelio hacen de este mundo un lugar mejor”.
Me pregunto si realmente estamos convencidos de esto, de que, sin la fe vivida en el hogar de la Iglesia, no podríamos ni siquiera respirar, como decía el gran escritor francés Georges Bernanos, que no era precisamente complaciente con el mundo eclesiástico. El Señor no podía inventar una forma más bella y correspondiente para tejer su historia con nosotros: hizo que pasara a través de una carne, de una comunidad. Y eso es bellísimo, pero al mismo tiempo, pasar a través de esa carne significa pasar a través de un temperamento, de una fragilidad, de una libertad… “Dios ha asumido un gran riesgo con nosotros”, decía Joseph Ratzinger: la madre es santa, pero todos sus hijos, pecadores.
A todos nos abruma el escándalo de los abusos, pero no sólo: el trato injusto que creemos haber recibido de otros; la torpeza que vemos en algunos líderes; la ferocidad de algunos enfrentamientos y divisiones; los juicios históricos que no compartimos; decisiones de gobierno que no comprendemos, e incluso nos hieren. La lista sería muy larga. Y, sin embargo, en esta Iglesia, santa y compuesta de pecadores, está cuanto necesitamos para vivir: la Palabra de Dios que nos abre los ojos y ensancha nuestra razón; los sacramentos que nos comunican la gracia que cura y transforma; la vida de la comunidad, donde tiene lugar una amistad y una caridad imposibles para el mundo. Orgullosos, sí, pero, sobre todo, agradecidos por el tesoro de la fe y por el don inmenso de la Iglesia, y deseosos de comunicarlo al mundo.