Ante el asesinato de los jesuitas en San Salvador en 1989: «La impunidad del pasado genera violencia hoy»
El exprovincial de la Compañía de Jesús en Centroamérica y exrector de la UCA, José María Tojeira SJ, asegura que esta masacre significó una derrota del Ejército
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El padre
vuelve a estar en el foco mediático estos días, a raíz del estreno de la película
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. El film recrea la historia de
, la única testigo del asesinato de los
El jesuita gallego (Vigo, 1947), con nacionalidad salvadoreña también desde 1997, era provincial de la Compañía en Centroamérica en el momento de los hechos. Su primer destino en la región fue Honduras, país al que llegó en 1969 y donde dirigió radio
y se desempeñó como párroco y vicario episcopal en el Departamento de Yoro. Ya en El Salvador, y tras su etapa de provincial, fue rector de la UCA durante casi quince años, desde el 23 de abril de 1997 hasta el 5 de enero de 2011. En la actualidad es párroco en la parroquia de El Carmen, en la ciudad de Santa Tecla (próxima a San Salvador), dando también clase de Teología Espiritual y Ética en la UCA.
—José María, ¿ha visto la película de Uribe? ¿Qué opinión le merece?
—Sí. El director me envió un link y he podido verla. Por supuesto me gustó. Uno se siente un poco raro viéndose interpretado, pero la película, además de reflejar la situación de los jesuitas, narra con mucha intensidad los problemas de personas como Lucía, una mujer sencilla, perseguida por decir la verdad y muy maltratada a su llegada como migrante refugiada a los Estados Unidos. La actriz que la representa es excelente.
—Usted ha asesorado en el guion. ¿En qué medida es fiel a los hechos?
—Es sustancialmente fiel a los hechos. Algunos detalles inventados (pocos) tratan de darle un cierto tono de tensión, como el puñetazo que el jesuita le dio a un miembro del FBI. Tal vez yo fui el causante de ese aditamento, porque cuando me preguntaron cómo era ese jesuita, les dije que se parecía a
. Y la verdad es que el actor (
) lo hizo muy bien. Pero el puñetazo no existió.
Pero es fiel a los hechos, tanto respecto a la situación de Lucía como a la muerte de los jesuitas. Incluso el rezo del Padre Nuestro al final nos lo contó una vecina muy próxima al lugar donde los mataron.
—Vivió todo aquello en primera persona. ¿Cómo recuerda esos días? ¿Cómo se enteró de que los habían matado?
—Me enteré a las 6.30 de la mañana, mientras me estaba afeitando. Llegó el esposo y padre de Elba y Celina, nuestras colaboradoras, a decirnos que habían matado a los Padres y a su esposa y su hija. Cuando terminé de afeitarme ya había llegado Lucía también y me dijo que había visto claramente soldados. Nosotros en la noche, como a eso de las dos de la mañana habíamos escuchado un tiroteo muy fuerte con armas de diferente calibre, con cuatro explosiones intercaladas como de granadas, que duró unos 20 minutos. Mi casa estaba a unos 40 metros del lugar donde los mataron. Pero creímos que era un enfrentamiento en la calle. Después vimos que mientras los mataban habían estado disparando contra el edificio donde vivían y contra otros edificios de la UCA. Incluso dentro del edificio dispararon contra libros de teología y contra retratos de monseñor Romero, hoy san Óscar Romero. Fueron días muy intensos y duros, pero la solidaridad fue muy universal y muy fuerte, me imagino que por eso seguimos vivos. De aquel tiempo guardo un enorme agradecimiento a monseñor Rivera, que era entonces arzobispo de San Salvador. Realmente fue como un padre en solidaridad y apoyo. Como provincial tuve también mucho apoyo del padre Kolvenbach y sus asistentes en Roma.
—Intentaron hacer creer que los había matado la guerrilla...
—Nosotros llegamos muy pronto a la conclusión de que los habían matado los militares. La duración del tiroteo, la cercanía de lugares estratégicos y muy vigilados y protegidos del ejército, el testimonio de Lucía y de un vigilante cuyo testimonio no se hizo público, nos convencieron inmediatamente de que había sido el ejército. Cuando el mismo día de la masacre le expusimos al nuncio y al arzobispo los datos y detalles, para ellos fue obvio también. El lugar donde los mataron estaba, en línea recta, a 200 metros de la residencial donde vivían los altos mandos del ejército. El edificio de la «Inteligencia militar», a 400. Y el Estado Mayor del ejército, a 700 en línea recta. Ante el ataque de la guerrilla había un perímetro de defensa de estos puntos en los que siempre veíamos soldados, muchos de ellos a distancias de 30 o 40 metros. A veces estables, a veces en movimiento. El ejército acusó a la guerrilla. Pero resultaba increíble que la guerrilla estuviera 20 minutos disparando nutridamente en un lugar tan próximo a lugares estratégicos de la Fuerza Armada sin que llegaran los soldados.
—Era el provincial de la Compañía en Centroamérica y ofició el funeral. La homilía que se recrea en el film la escribió usted… ¿Cómo la preparó y qué acogida tuvo?
—La misa la presidió el arzobispo y le acompañó el nuncio y el actual cardenal
, entonces obispo auxiliar. Predicamos tres: el arzobispo, el nuncio y yo. La película reproduce en buena parte el texto que leí yo. Lo preparé la noche anterior al entierro. La reacción de la gente está expresada muy bien en la película, pues reproduce un vídeo que se grabó en aquel momento.
—¿Cómo recuerda los días siguiente a los asesinatos?
—Fueron muy intensos. El mismo día del asesinato el arzobispo, el hoy cardenal Rosa Chávez, y yo fuimos a ver al presidente del país y le insistimos en que el ejército había matado a los jesuitas. Pero durante más de un mes, el Ejército continuó insistiendo en que los había matado la guerrilla del FMLN. Pedimos ayuda a la policía española, que envió a dos investigadores. También Scotland Yard e incluso el FBI enviaron a gente a investigar. Todos coincidieron en que era muy difícil que el ejército no hubiera participado. Pero los militares seguían con su versión, en un momento, además, en que los medios de comunicación estaban básicamente controlados por ellos. No nos queda duda de que fue un crimen institucional del ejército salvadoreño, que nunca han querido asumir, ni mucho menos pedir perdón.
—¿Fue Lucía la única testigo de los asesinatos? ¿Fue su testimonio decisivo para poder averiguar la autoría de los crímenes?
—También un vigilante de la UCA dio datos que acusaban al ejército, pero él no quiso declarar. Yo creía que la cercanía de los lugares estratégicos del ejército eran la mayor prueba. Pero a nivel judicial le daban mucha más importancia a que hubiera un testigo visual de soldados. En ese sentido el testimonio de Lucía fue fundamental. Y por eso el FBI trató de obligarla en Miami a cambiar su declaración, e incluso llevaron al hotel donde tenían recluida a Lucía, su esposo e hija, a un teniente coronel del ejército salvadoreño para presionarla y amenazarla. El militar le insistía en que si no reconocía que no había visto nada y que los jesuitas la habíamos inducido a decir una mentira, la iban a deportar de nuevo a El Salvador, «y ya sabes lo que te va a pasar allá».
—Usted también declaró en el juicio...
—En el juicio ella fue la testigo más importante. Como decía, había también un vigilante de la UCA que no quiso declarar por miedo a lo que le pudiera pasar. Yo, en efecto, también di testimonio del tiroteo, del tiempo que duró y de por qué sospechaba que habían sido los militares, pero el testimonio fundamental fue el de ella. En general, los testigos visuales de los hechos son más incontestables. Y ella fue muy valiente al mantener su testimonio no solo en Miami, sino también en El Salvador, donde los propios fiscales la llamaban mentirosa, pues trataban de encubrir a los militares
—Padre, ¿cómo es Lucía? ¿Mantienen usted o alguien de la UCA aún contacto con ella?
—Es una mujer sencilla y luchadora, muy cristiana y que apreciaba mucho a los jesuitas de la Universidad. Trabajaba limpiando oficinas. Pero ya en Estados Unidos terminó siendo educadora de kinder (guardería). Yo he tenido algo de contacto con ella. De hecho, le prologué un libro que escribió junto con una escritora norteamericana. Cuando lo presentamos en la Universidad, queríamos que viniera, pero lo que pasó fue tan traumático para ella que no se animó. Me imagino que por la exposición pública de su persona. Cuando tras la masacre abordó el avión francés que la llevó a Miami, salió a la pista protegida físicamente por Bernard Kouchner, que entonces era Secretario de Asuntos Humanitarios en Francia y había llegado a El Salvador por la situación de la guerra. Cuando durmió una noche en la embajada española, el embajador le pedía que rezara, porque podían venir a matarlos a todos. Fue una experiencia muy dura.
—Han pasado ya más de treinta años y muchas personas desconocen lo que pasó. ¿Podría explicarles brevemente por qué el ejército salvadoreño los asesinó?
—Desde 1981 los jesuitas de la Universidad tenían una actividad muy intensa en favor de una salida de la guerra civil negociada por las partes en conflicto. Estaban convencidos de que lo peor que podía pasar era una victoria militar, ganara quien ganara. Y simultáneamente pensaban que mientras la guerra continuara la tarea diaria principal era defender los Derechos Humanos de todos, pero especialmente de los más pobres, que eran normalmente los más afectados en su vida e integridad. Ese trabajo en favor de una salida dialogada y pacífica de la guerra y la defensa de los Derechos Humanos indignaba especialmente a los militares. Ellos tomaron la decisión de matarlos en un momento muy tenso, en el que había crecido la represión y la guerrilla lanzó un ataque contra la capital que les llevó, durante unos días, a controlar casi una tercera parte de la misma. Pero ya antes les acusaban de comunistas y habían tirado varias bombas tanto contra la casa de los jesuitas como contra diferentes oficinas de la Universidad.
—José María, ¿quién era Ellacuría y qué hacía en El Salvador?
—Ellacuría era un jesuita, filósofo, alumno de Zubiri, que le dirigió su tesis doctoral. Unía una gran capacidad intelectual con una fuerte capacidad práctica de gestión y de propuesta. Eso le daba un liderazgo extraordinario en el mundo universitario y a nivel social. Cuando hablaba de sus prioridades como Rector solía decir que en tiempo de guerra la tarea más importante era salvar vidas. Y hacer eso desde la Universidad y desde el conocimiento y la palabra informada y racional, que es lo más característico del mundo universitario.
—¿Qué supuso la muerte de los jesuitas para el fin de la guerra? ¿Cómo afectó a la búsqueda de una paz negociada?
—La masacre de los jesuitas y sus dos colaboradoras significó una derrota moral para el Ejército salvadoreño, que a la sazón estaba empeñado en la victoria militar. La solidaridad internacional que empujaba la salida dialogada de la guerra creció en torno a la condena de la barbarie cometida. En los mismos días cayó el muro de Berlín y eso coadyuvó también a que el gobierno norteamericano, que venía financiando la guerra, perdiera el miedo al supuesto comunismo de la guerrilla.
—El director, Uribe, dice que estuvo viendo los lugares de la universidad en la que se produjeron los hechos. ¿Por qué no se rodó allí, en la propia UCA, en El Salvador?
—Creo que por razones de seguridad, y me imagino que porque hubieran tenido mayores dificultades logísticas.
—Me ha chocado que no haya ninguna alusión a Jon Sobrino, que formaba parte de la comunidad y evitó una muerte segura al hallarse fuera del país. ¿Por qué este olvido? ¿Qué es hoy del Padre Sobrino?
—El Padre Sobrino vive en la misma comunidad que yo, está débil por su diabetes, acaba de cumplir 83 años y continúa escribiendo. En este momento está preparando la edición de unos escritos juveniles de Ellacuría. Entiendo que en la película no se le menciona porque además de no estar presente en aquel momento, el film se centra en la figura y situación de Lucía y su relación con la muerte de los Padres de la que ella fue testigo.
—Creo que tras el crimen en la Compañía hubo muchas peticiones para ir a El Salvador y que uno de los que llegó fue el hoy cardenal Czerny. ¿Es así?
—Así es. Michel, como le decimos los compañeros, fue de los primeros en ofrecerse para venir a El Salvador, antes de que el general nuestro, Kolvenbach, pidiera voluntarios para venir aquí. Dirigió el Instituto de Derechos Humanos de la UCA y desde allí colaboró enormemente en el desarrollo del juicio contra los autores materiales del crimen.
—El juicio inicial, que comenzó tras el asesinato colectivo y terminó en 1991, sirvió para tres cosas. Absolver a quienes dispararon directamente contra los jesuitas y sus colaboradoras; condenar a 25 y 30 años a los dos intermediarios de la orden de asesinar; y encubrir a los autores intelectuales que dieron la orden de matar. Tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA como la Audiencia Nacional de España dijeron que lo acontecido fue una farsa de juicio y que había que reabrirlo. De todos modos, dio oportunidad para conocer todos los aspectos de la fuerte conspiración de silencio sobre los autores intelectuales.
—Inicialmente, a cinco militares de alta graduación a los que mencionó la Comisión de la Verdad en 1993. Posteriormente, ante la negativa del presidente salvadoreño el año 2000, que no quiso cumplir con la recomendación de la CIDH de reabrir el juicio, añadimos al presidente del momento del crimen y al ministro de Defensa, por estar ambos en la escala de mando por encima de los que llamamos autores intelectuales. Dos de los que acusamos en el año 2000 ya murieron. Tampoco acusaremos a Montano. Hoy la fiscalía salvadoreña acusa a 13 personas, añadiendo algunos casos de encubrimiento y fraude procesal. Nosotros también hemos aumentado un poco el número de acusados, aunque no llegamos a los 13 de la Fiscalía. Y también hemos cambiado alguna tipificación de los delitos.
—Ustedes siempre ha dicho que lo que buscan es justicia, no venganza. Y que es muy importante que esa justicia se haga en El Salvador. Explíquese.
—Con el «caso jesuitas» hemos tratado de impulsar una ley de Justicia Transicional que facilite el enjuiciamiento de tanto crimen impune del pasado. Nosotros creemos que un país no puede vivir de la mentira y de la impunidad. Y menos, olvidando y despreciando a víctimas que son personas humanas llenas de dignidad. La verdad y la justicia son indispensables. La impunidad del pasado genera impunidad y violencia en el presente. Si hay verdad y justicia, se deben buscar desde ellas mecanismos de reconciliación. Y ahí entra el perdón legal pasado cierto tiempo. Pero todo ello debe estar regulado en una ley de Justicia Transicional. En nuestro caso hemos trabajado en esa dirección. Incluso hemos pedido la conmutación de la pena del único preso por el crimen, el coronel Benavides, intermediario de la orden de matar. Fue condenado a 30 años de cárcel y estuvo preso tres. Salió de la cárcel por la ley de amnistía. Estuvo en libertad 23 años, y cuando se declaró inconstitucional la ley de amnistía se le volvió a detener para que cumpliera los 27 restantes. Pedimos que se le soltara cuando cumpliera cinco de cárcel, pues si no hubiera habido amnistía ya habría salido. Ahora está viejo y enfermo, y en su caso se había hecho verdad y justicia. El gobierno actual nos ha acusado de ser amigos de los asesinos por esa razón. Pero nosotros pensamos que cuando el victimario se convierte de alguna manera en víctima llega el momento del perdón legal. El perdón cristiano, por supuesto, hay que darlo desde el primer momento, pero el perdón cristiano no es enemigo de la justicia. El perdón legal puede llegar en algún momento, y muchas veces es conveniente, como signo de reconciliación.
—También dicen que el mal llamado «caso jesuitas» (porque con ellos fueron asesinadas también la cocinera de la residencia y su hija) es solo uno más entre los que han quedado impunes, y no el más importante. En el Mozote, en 1981, fueron asesinados por ejemplo unos mil campesinos… ¿Qué más casos hay? ¿Los hay con otros religiosos o religiosas entre las víctimas?
—Efectivamente, mejor que el «caso jesuitas» debía llamarse «masacre de la UCA», pues fueron asesinados jesuitas y colaboradoras. Desde el principio hemos dicho que esta masacre no es la única ni la más importante. Masacres de campesinos indefensos, mujeres y niños como la de El Mozote (mil campesinos), La Quesera (500), la del Río Sumpul (más de 300) y otras, son mucho más graves a mi juicio que la de la UCA. Pero en el mundo en que vivimos, desgraciadamente, se le da menos relieve a la muerte de los pobres. Nosotros hemos intentado siempre ligar el crimen de la UCA con todos los crímenes de El Salvador. Es de advertir que en El salvador ha habido más de 50 masacres durante su guerra civil de diez años (1981-1992).
—Hace unos años la justicia salvadoreña archivó el caso argumentando que los crímenes habrían prescrito, pero hace unos meses la Sala de lo Constitucional revocó aquel fallo. El fiscal general, Rodolfo Delgado, ha pedido que se detenga a trece personas, entre ellas al expresidente Cristiani. Ustedes, sin embargo, se muestran escépticos con sus actuaciones. ¿Por qué?
—Tenemos un cierto escepticismo por el exceso de protagonismo que el actual gobierno quiere tener en este caso y la falta de voluntad política de trabajar con seriedad en otros. Nos preocupa la tendencia a la manipulación política del caso, manifestada en algunas declaraciones de autoridades gubernamentales y el hecho de que se quieran juzgar sin aprobar antes una ley de Justicia Transicional. Esto sería muy importante tanto para regular adecuadamente las compensaciones que se debe dar a las víctimas sobrevivientes, especialmente a las que han quedado o permanecen en la pobreza, así como para establecer garantías de no repetición y abrir caminos de reconciliación. El Gobierno, además, utiliza un lenguaje sumamente vengativo que ciertamente no es el nuestro. La UCA ha mostrando cierto escepticismo y se ha defendido de los ataques de miembros del gobierno actual que dicen que no queremos justicia.