La petición de "ayuda" de la hija de una enferma de Alzheimer: "Es muy duro, no somos profesionales"

Gloria intenta ir todos los días a visitar a su madre a la residencia donde vive con la esperanza de que, al menos, reconozca su voz

Javier Luna

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“Un pequeño despiste”. No pensaron más allá cuando Fidela “se perdió” una tarde al regresar de la huerta a casa. Y eso que el camino “se lo sabía de hacía 100 años”, como le gusta recordar a una de sus hijas, Gloria.

Aquella tarde Fidela llegó a casa. Pero lo hizo “muy desorientada” y “muy desazonada”. Su familia no le quiso dar mayor importancia. Era octubre y, con el horario de invierno recién estrenado, en Valladolid las horas de luz se habían acortado.

No fue hasta que sufrió un ataque de epilepsia, que “nunca” había figurado en el historial médico de Fidela, cuando tras una visita a Urgencias llegó el diagnóstico: enfermedad de Alzheimer.

Entonces, cobró sentido para su familia aquel “pequeño despiste”. Pero también la llamada de un vecino del barrio para contarle a Gloria que su madre había dejado “a deber” en una tienda o las discusiones entre Fidela y su marido, ya fallecido, que se iniciaban “por cosas raras”, relata su hija, como “que no la había dejado ir con las amigas”.

La familia, un pilar ante la enfermedad

En una primera fase de la enfermedad los hijos de Fidela buscaron ayuda en la Asociación de Familiares de Alzheimer de Valladolid, donde comenzó a participar en los talleres de estimulación cognitiva. “La escuela”, como le gustaba llamarlos. De aquella etapa Gloria aún guarda “un cajón lleno de dibujos preciosos”.

Pero llegó la pandemia del COVID-19 y la enfermedad se agravó. Sin más apoyo que una hora diaria del Servicio de Ayuda a Domicilio y la prestación económica correspondiente por la Ley de Dependencia, Gloria y sus seis hermanos llegaron a vivir a turnos para no desatender a su madre, que acabó requiriendo acompañamiento durante las 24 horas del día.

“No podíamos”, confiesa Gloria, que agradece a sus seis hermanos haber estado “al pie del cañón” desde el diagnóstico de la enfermedad de su madre. “En ese sentido”, afirma, “he tenido muchísima suerte”.

Apoyos para los cuidadores

A sus 86 años Fidela vive en una residencia, a la que intenta acudir a diario su hija, Gloria. “Unos días soy su madre”, explica. “Otros”, añade, “su hermana”. Pero aunque ya no la conoce, ella está “convencida” de que sí reconoce su voz. “Porque yo la hablo y abre más los ojos”, se emociona. Y, al hablarle, de su rostro desaparece la mirada perdida que acompaña a Fidela en la fase avanzada del Alzheimer.

Cuando la preguntas a Gloria qué pediría en este Día Mundial del Alzheimer, que se celebra cada 21 de septiembre, se le quiebra la voz. Llora de impotencia, de rabia, pero también de cansancio. Más investigación, sí. Más medios humanos y técnicos, también. Pero, sobre todo, una cosa: “Ayuda”.

“¡No somos profesionales!”, clama Gloria, que habla ahora como hija pero también como cuidadora. “Yo no puedo desconectar”, prosigue, “porque emocionalmente estás muchísimo más implicada”. Ella ve “sufrir” a su madre y, como hija, sufre con ella al ver cómo la enfermedad “la va consumiendo”.

Por este motivo, pide más apoyo emocional y psicológico para los cuidadores —en su mayoría, familiares— de enfermos de Alzheimer. “Porque estar las 24 horas con una persona con Alzheimer”, concluye Gloria, “acaba contigo”.