José Luis Restán

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Romano Guardini tiene un hermoso libro sobre el “Poder”, todo un clásico. En él sale al paso de una cierta tendencia en algunos ámbitos cristianos a demonizar el poder. La palabra “Poder” expresa la capacidad de hacer, de transformar, de dirigir las cosas. En el Génesis vemos que Dios entrega ese “poder” al hombre para que ordene y custodie el mundo, para que lo haga crecer. La tentación, siempre, es que ese poder se vuelva autónomo, no dependa de una raíz última, se desvincule de la verdad… y así se vuelva destructivo. En nombre de las más nobles causas cuánto dolor y destrucción se ha llevado a cabo en la historia ejerciendo el poder. Los hombres y mujeres que se enfrentaron al totalitarismo en el este de Europa durante la segunda mitad del siglo XX sabían que en el centro de la vida (de la historia) tiene que estar la realidad frágil y vulnerable de la persona, nunca un poder que se auto justifica.

Por supuesto que existe un poder que va contra la persona, a veces un poder silencioso como el que actúa en nuestras sociedades occidentales para intentar apropiarse de la conciencia, para silenciar los verdaderos deseos del corazón humano. Frente a esos poderes de la destrucción, el cristiano debe estar siempre despierto y en pie. Eso no significa renunciar a la construcción, al intento de ordenar la vida común, de poner diques a la arbitrariedad, a crear instituciones que hagan más humana nuestra ciudad común. Sabiendo que todo eso es siempre imperfecto, debe someterse constantemente a revisión y, en último término, no es lo que nos salva, no puede dar complimiento a nuestra vida. Como escribió genialmente Joseph Ratzinger en su libro “Fe, Verdad, Tolerancia”, “en cada circunstancia concreta, nuestra tarea consistirá en luchar por conseguir la constitución relativamente mejor de la convivencia, en conservar el bien que se haya conseguido, y en defendernos contra la irrupción de los poderes de la destrucción”.