Carta del arzobispo de Barcelona: «El hermano universal»

Juan José Omella recuerda la figura del sacerdote frances Carlos de Foucauld en su carta pastoral de esta semana

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Redacción digital

Madrid - Publicado el

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El pasado 9 de noviembre, la Congregación para las Causas de los Santos anunció una gran noticia para toda la Iglesia. El día 15 de mayo será canonizado, junto con otros seis beatos, el sacerdote francés Carlos de Foucauld.

Carlos de Foucauld nació en Estrasburgo en 1858. Sus padres fallecieron cuando tenía seis años. A partir de entonces, él y su hermana vivieron con sus abuelos maternos. Carlos siempre tuvo un gran cariño por su familia.

A los quince años sufrió una crisis personal que le alejó de la fe. Se sentía vacío y lleno de tristeza. Fue la época en que emprendió la carrera militar, tras la cual decidió explorar Marruecos, donde tuvo una experiencia vital. La soledad del desierto y el contacto con el islam y el judaísmo dejan en él una profunda huella. A su regreso a Francia (1886) recupera la vida familiar y no deja de rezar con esta oración: «Dios mío, si existes, haz que te conozca».

Dios se revela al beato a través del testimonio silencioso de su prima María, una mujer humilde, bondadosa y llena de fe, un alma hermosa como la llamará Carlos. Gracias a ella, Carlos conoce al P. Huvelin que será su acompañante espiritual y su mejor amigo.

Bajo su guía, Carlos va discerniendo la manera de imitar más y mejor a Jesús. Con un peregrinaje a Tierra Santa durante la Navidad de 1888, Carlos inicia un camino precioso de discernimiento que dura toda su vida. Profundamente unido al Señor en la adoración eucarística, la vida de Carlos pasa por diversas etapas, de las que destaco algunas. Tras tres años de vida laical en Francia entra como monje trapense en Siria (1890). Allí surgen los primeros deseos de fundar una congregación religiosa (1893). En 1897 deja el monasterio trapense y se va a vivir como mandadero de las clarisas de Nazaret. Años después (1900) se desplaza a Francia para recibir la ordenación sacerdotal. Seguidamente, se va al desierto del Sahara (1901), donde se establece con el deseo de fundar una fraternidad de hermanitos y hermanitas del corazón de Jesús.

La fraternidad se constituye, pero no aparecen los hermanitos. Durante esos años en el desierto no hay ni un solo convertido. Pero Carlos no pierde la paz, sino que sigue profundamente unido al Señor hasta su fatídica muerte por un disparo desafortunado de un joven durante un saqueo el 1 de diciembre de 1916.

Su vida fue un signo de amor a Dios y a los hermanos. Con razón decía de sí mismo que era un «hermano universal». Él nos dice que toda nuestra vida debe gritar que somos de Jesús; todo nuestro ser debe ser una predicación viva, una imagen de Jesús. Una imagen que, en el caso de Carlos, se fue esculpiendo gracias a la meditación de la Palabra, la recepción de la Eucaristía y las largas horas de oración personal ante el Santísimo Sacramento.

Carlos de Foucauld fue al desierto movido por Dios. Y es allí donde Dios le habla al corazón (cf. Os 2,16). También hoy Dios quiere hablarnos en medio del desierto de nuestras vidas. No tengamos miedo de abrirle las puertas. Sepamos encontrar cada día un momento para hablar con Él.

Queridos hermanos y hermanas, ojalá hagamos nuestra la oración de este futuro santo: ¡Dios mío, haz que todos los seres humanos vayan al cielo!

Juan José Omella

Cardenal, arzobispo de Barcelona