Reza con la Revista Ecclesia el Vía Crucis de la "vida ordinaria"

El claretiano Fernando Prado profundiza " el dolor humano en su más alto grado, el pecado humano en su más trágica repercusión, el amor en su expresión más generosa"

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Redacción Religión

Publicado el - Actualizado

8 min lectura

El Vía Crucis, el "camino de la cruz". Al rezarlo, recordamos con amor y agradecimiento lo mucho que Jesús sufrió por salvarnos del pecado durante su pasión y muerte. Dicho camino se representa mediante 15 imágenes de la Pasión que se llaman "estaciones".

Una oración que nos anima a cargar con las cruces de cada día a contemplar ese mismo camino. A recorrerlo con Él, no como espectadores, sino, al menos, como testigos. En la Revista Ecclesia te proponemos rezar de la mano de Fernando Prado cmf, director de Publicaciones Claretianas, el Via Crucis de la Vida Ordinaria.

El víacrucis, como ejercicio espiritual, pretende reavivar en la mente y en el corazón la contemplación de los momentos supremos de la entrega de Cristo por nuestra redención, propiciando actitudes íntimas y cordiales de compunción de corazón, confianza, gratitud, generosidad e identificación con Cristo.

Esta forma de meditación, casi escenificada y alternada con cantos y oraciones, nos ayuda no sólo a recordar los sufrimientos de Cristo, sino a descubrir, en cierta medida, la profundidad, la dramaticidad, el misterio sumamente complejo, donde el dolor humano en su más alto grado, el pecado humano en su más trágica repercusión, el amor en su expresión más generosa y más heroica, la muerte en su más cruel victoria y en su definitiva derrota, adquieren la evidencia más impresionante.

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I Estación: Jesús es condenado a muerte

El desenlace de la vida de Jesús es terrible e incomprensible. Antes de entregarlo a Pilatos, el Sanedrín le había pedido que aclarase si era él el Cristo, el hijo de Dios. Pero Jesús calla; siente sobre él la incomprensión y la inutilidad de sus respuestas. Ya le habían juzgado. Sus propias autoridades religiosas lo habían declarado blasfemo y reo de muerte.

Pilatos, por su parte, se lava las manos. No hace más que lo de siempre, querer complacer a la gente, cuidar su propia imagen por miedo al qué dirán. La verdad no importa. Como aquel día en que Herodes comprometió su palabra en público y tuvo que entregar la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja, porque tuvo miedo de la gente. La condena de Jesús desata un camino terrible hacia el calvario. Es el camino en el que Jesús acepta recorrer, aun en claroscuro, el extraño y sorprendente proyecto salvador del Padre. Un recorrido de dolor y sufrimiento del que nos sentimos parte.

Nos sentimos unidos a Él y, en Él, a los demás. No solo con la compunción del corazón, sino dejando que nos mueva hacia las periferias de la existencia, hacia ese lugar donde muchos hombres y mujeres habitan, en medio de sus días, y desde el que claman a Dios. No es difícil mirar al Jesús del Via Crucis como si nos miráramos nosotros en un espejo. Detrás de su condena también está nuestro miedo, nuestro pecado, nuestras complicidades, nuestra incomprensión, tal vez intereses inconfesables. Estamos nosotros y está Él. Miremos a Jesús en su pasión y muerte, pero dejémonos también mirar por Él.

Ahí descubriremos la lógica de Dios, que es bien distinta de la nuestra. No es la lógica del dolor y de la muerte, del reproche o del juicio; se trata de la lógica del amor y de la entrega, la nueva lógica del Evangelio que nos ayuda a no dejarnos vencer, confiados en su amor infinito y misericordioso.

II Estación: Jesús carga con la cruz

Tras el juicio y la condena, el gratuito y humillante maltrato: lo desnudan, lo azotan, le ponen una corona de espinas para burlarse de Él y hasta le escupen… Los patios del palacio de Pilatos son testigos de una escena infame que nos habla de la desmesura de una injusticia. Caminar con la cruz a cuestas, su propio patíbulo, es un añadido más al cúmulo de abusos, que hace más lacerante, si cabe, lo que le sucede a Jesús.

Difícilmente encontramos en la historia una muerte tan dolorosa y tan terrible. En la Cruz que carga Jesús, además de un dolor físico, hay un dolor moral que lo machaca. El sufrimiento de Jesús, con todo, a los humanos no nos es del todo ajeno. Quizá no sea tan profundo en muchos casos. En otros sí. No es necesario insistir demasiado en tanta injusticia y abusos como se cometen en nuestro mundo. Abusos laborales, abusos de autoridad, Trata de personas, El desenlace de la vida de Jesús es terrible e incomprensible. Antes de entregarlo a Pilatos, el Sanedrín le había pedido que aclarase si era él el Cristo, el hijo de Dios.

Pero Jesús calla; siente sobre él la incomprensión y la inutilidad de sus respuestas. Ya le habían juzgado. Sus propias autoridades religiosas lo habían declarado blasfemo y reo de muerte. Pilatos, por su parte, se lava las manos. No hace más que lo de siempre, querer complacer a la gente, cuidar su propia imagen por miedo al qué dirán. La verdad no importa. Como aquel día en que Herodes comprometió su palabra en público y tuvo que entregar la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja, porque tuvo miedo de la gente. La condena de Jesús desata un camino terrible hacia el calvario. Es el camino en el que Jesús acepta recorrer, aun en claroscuro, el extraño y sorprendente proyecto salvador del Padre. Un recorrido de dolor y sufrimiento del que nos VIA Crucis de la vida diaria abusos sexuales… Lo vemos cada día, por desgracia.

Ni siquiera la fe nos libra a los creyentes del zarpazo del sufrimiento o de la injusticia que a veces podemos padecer. Decía el sabio Papa Benedicto XVI que lo que nos salva no es huir del dolor —tantas veces inevitable—, sino «la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar ahí un sentido, en la unión con Cristo que ha sufrido con amor infinito». El dolor y el sufrimiento, sobre todo el de los más inocentes, desafía la esperanza. Como Jesús mira al Padre, así leemos en la Escritura: «Manteneos firmes en la esperanza que profesamos, porque fiel es el que hizo la promesa» (Heb 10, 23). El Señor, unido a nosotros en esa «Via Dolorosa», nos invita a sentirnos acompañados, a mirarle, imitarle y a esperar madurando la promesa: «Y sabed, que yo estoy siempre con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20).

III Estación: Jesús cae por primera vez

Un peso insoportable le hace caer. Nos duele verlo débil y vulnerable. Sentimos compasión. Todos llevamos nuestras cruces y sentimos el peso de nuestros problemas y dolencias. El sufrimiento a todos nos iguala y, por ello, sentimos empatía. Pero en la Cruz que carga Jesús, tras la que no podemos dejar de ver las cruces y sufrimientos que soportan —tal vez injustamente— muchos de nuestros hermanos, hay algo más. La Escritura apunta hacia nosotros. La voz del profeta nos señala que detrás de la Cruz y peso insoportable que soporta el Siervo sufriente, están nuestras complicidades y pecados. —¡Él fue triturado por nuestros crímenes! (Is 53, 4)—. No perdamos esta perspectiva. Todos estamos en la misma barca. El mundo que vamos construyendo con nuestros valores, con nuestras decisiones y con nuestro actuar, lo construimos entre todos, desde nuestra libertad.

Todos formamos parte él en los logros y en los fracasos. Eso sí: el éxito tiene muchos padres, el fracaso es huérfano. Nos cuesta aceptar que el bienestar de unos, muchas veces, se construye a costa del sufrimiento y malestar de otros. Dejamos en manos de una especie de fatalidad, construida por la interdependencia de sistemas sociales, económicos y políticos a los que san Juan Pablo II llamó «estructuras de pecado», la culpa de todo lo que, aparentemente, es inevitable. Un cúmulo de muchas culpas personales ha derivado en esas estructuras que parecen escaparse de nuestra responsabilidad.

Pero Jesús nos invita a soñar con la construcción de un mundo mejor, en el que las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser vencidas y sustituidas por «estructuras de bien», que nacen de otro cúmulo nuevo y diferente de contribuciones personales. No decaigamos en el intento: un mundo nuevo comienza en cada bien que puedo hacer y en cada mal que puedo evitar.

IV Estación: Jesús encuentra a su madre

Ella lo había escuchado ya antes en boca de aquel misterioso ángel: «No temas, María» (Lc 1, 30). Por eso, ahora le puede decir: «No tengas miedo, hijo mío. Estoy contigo». Los ojos de Jesús se cruzan con los de la Madre, y la espada anunciada por el anciano Simeón traspasa su corazón (Lc 2, 35). Duele, sí, pero sostener al hijo es ahora mucho más urgente. Las lágrimas amargas quedan para más tarde. La presencia de la Madre sostiene y fortalece al Hijo. ¡Qué consuelo en aquella mirada! Como para cualquier hijo, el amor y la ternura de una madre es su mejor bálsamo y consuelo en la dificultad.

Ahí está María cuando el hijo más la necesita. Como todas las madres. Ahí están siempre, sosteniendo a sus hijos, amándolos incondicionalmente, acompañándolos, protegiéndolos con su ternura. A las duras y a las maduras. Cuando tienen que realizar un examen importante o ante los fracasos de la vida; en el lecho del dolor o en la cola de visitas de cualquier cárcel. Uno no sabe bien de qué pasta están hechas. Su extraordinaria fortaleza solo puede venir de lo alto. Es algo que, sin duda, viene de Dios. Así también ha de ser la Iglesia: amor y consuelo para los que sufren, para los que han caído en el camino. I

ncondicionalmente, cariñosamente, con la ternura de quien sabe consolar, de quien sabe de «carne». María es imagen y figura de la Iglesia. Mirarla nos hará crecer en esa ternura que necesitamos para estar siempre atentos a toda persona que busca la mirada y el consuelo de la Santa Madre Iglesia. Alguien dijo: «Dios Padre tiene corazón de Madre». Y en María, vemos su reflejo. En ella, «muchos encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida» (EG, 286).

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