Georges Huber

Este periodista suizo hizo un gran bien a la Iglesia gracias a su libro divulgativo El brazo de Dios, sobre el sentido de la historia a la luz de la fe

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Alfonso V. Carrascosa

Publicado el - Actualizado

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Georges Huber (1910–2003) fue un periodista suizo. Estudió en colegios suizos y en París se licenció en Ciencias Internacionales y obtuvo su título de Doctor en Ciencias Políticas y económicas, demostrando así su capacidad de generar conocimiento científico. Esta experiencia dejaría en él la huella imperecedera de cómo afrontar la investigación de cualquier suceso sin perder de vista la verdad de los hechos. En la Universidad Católica de París hizo estudios de posgrado y recibió clases de Etienne Gilson, líder en su época del neotomismo católico. Fue corresponsal en Roma de varias publicaciones de Francia, Alemania, Canadá e Italia, dejando la Ciudad Eterna durante la Segunda Guerra Mundial para trabajar en Suiza en el sector de la gestión económica durante el conflicto.

Se casó en 1946 y perteneció, junto con su esposa Maria Teresa, a la Orden Terciaria de Carmelitas. Llegó a hablar 7 idiomas. Escribió unos quince libros y una treintena de artículos no propiamente periodísticas. Lo que hace que os lo presente es, sin embargo, el bien que me ha hecho leer una de sus obras: El brazo de Dios. En ella expresa la acción de Dios en la historia, basándose en las Sagradas Escrituras y en los padres de la Iglesia como san Agustín, así como en santo Tomás de Aquino, gran exponente del Providencialismo como modo auténtico, revelado e inspirado por Dios de entender la historia.

Algunos fragmentos del libro

Mejor que explicar los contenidos de la obra, creo que es mejor mostraros algo de lo que en él podréis encontrar:

«En un mismo hombre y en el mismo instante, la violación de un mandamiento de Dios puede coexistir con el cumplimiento de los designios de Dios. Al vender su hermano pequeño a los mercaderes que marchaban a Egipto, los hijos de Jacob violaban la ley de Dios; pero al mismo tiempo y por el mismo acto, ejecutaban sin saberlo un decreto de la Providencia. El propio José se lo revelará después de la muerte de su padre Jacob: «Vosotros pensasteis hacerme un mal, pero Dios lo convirtió en bien…».

Continúa en otro fragmento: «Otro ejemplo, aún más impresionante, de esta coexistencia en los mismos sujetos y al mismo tiempo de la violación de la ley de Dios y del cumplimiento de sus designios. Todas las autoridades responsables del arresto, la condena y la crucifixión de Jesús se hicieron culpables del más horrendo de los crímenes: el deicidio, la condena a muerte del Inocente por excelencia. Sin embargo, al hacer esto, aquellas autoridades ejecutaban un decreto eterno de Dios. Es verdad que ellos lo cumplieron sin saberlo, como los hermanos de José, figura de Cristo, pero lo cumplieron. La Sagrada Escritura lo afirma con una claridad tajante: al evocar las maquinaciones y los complots urdidos contra Jesús por Pilatos y Herodes, por los gentiles y por los judíos, la primera comunidad cristiana constata que se hizo así "para ejecutar lo que la mano y el consejo de Dios habían decidido que se hiciese…"».

Huber también asegura que «el azar no existe para Dios y para quien ve los acontecimientos con los ojos de Dios» y explica que «lo que es azar a los ojos de los hombres, es designio, plan determinado, en la consideración de Dios» (Bossuet). Los encuentros inesperados y las coincidencias imprevistas que el no creyente imputa al azar, el creyente los atribuye a Dios que desde toda la eternidad los ha insertado en sus planes. Si con la Revelación la palabra "Providencia" se ha convertido en el "nombre de bautismo del azar", la palabra "azar", en un mundo secularizado, se ha convertido en el "apodo de la Providencia. (Chamfort)". No hablemos más de azar ni de fortuna —escribe Bossuet—, o hablemos de ello como de un nombre con el que encubrimos nuestra ignorancia. Lo que es azar ante nuestros conocimientos inciertos es un designio concertado dentro de un consejo más alto, es decir, dentro del consejo eterno que encierra en sí todas las causas y todos los efectos en un mismo orden. De esta suerte, todo concurre a un mismo fin, y es esta incapacidad para conocer y comprender el conjunto lo que nos hace encontrar como producto del azar o de la irregularidad nuestras experiencias particulares…».

«Convertíos, volveos a Dios»

«Ocurre, así, que un velo de misterio cubre la historia. Nosotros no percibimos sino el exterior, en tanto que se nos escapan las grandes líneas del proceso. La historia, que es obra de los hombres, es también la ejecución de los planes de Dios. Y esto, de un modo primordial. San Agustín compara la historia a un canto cuya belleza no se aprecia hasta que se han escuchado las cadencias finales. De este modo, Dios atraviesa de incógnito la historia. La conduce con una fuerza irresistible sin que el ojo sea capaz de aprehender su presencia. Omnipresente, parece ausente. Omnipotente, parece a veces impotente, hasta tal punto las fuerzas del mal parecen haberlo oscurecido. Pero no se trata más que de una apariencia. Él domina soberanamente a los dominadores…

Los hombres se agitan, y Dios los conduce y guía. Las manos de los hombres trabajan e intrigan, hacen y deshacen, construyen y abaten, y, al mismo tiempo, obedecen, sin saberlo, al brazo invisible de Dios. Al ejecutar los designios humanos, los hombres ejecutan los de Dios».

Sin duda que entre los muchos beneficios que pueden producir catástrofes como la pandemia, Filomena, el volcán de La Palma o la guerra, está el indicado por el mismo Jesucristo: convertíos, volveos a Dios. La pesadumbre que ha producido en no pocos católicos el descubrimiento del más que conocido y denominado nuevo orden mundial no debe enturbiar nuestra fe y nuestra razón de tal modo que lleguemos a perder la fe en un Dios Padre. Hijo y Espíritu Santo, con el Corazón traspasado, que no abandona la obra de sus manos.